15è. aniversari (1999 - 2014)
 
 

Documentació

La ciudad sin ley

Article publicat a “La Vanguardia” el 18/09/2002 per Juan Antonio Masoliver Ródenas

Francisco Casavella (Barcelona, 1966) pertenece al grupo de escritores surgidos a principios de la década de los noventa a los que me he empeñado en llamar “grupo Nirvana”: Ray Loriga, José Ángel Mañas, Benjamín Prado, Pedro Maestre o Félix Romeo. Sin que haya ninguna dependencia o interdependencia estética, sí hay notables coincidencias. Pero si estas coincidencias muestran la existencia de unos vínculos generacionales, la originalidad de Casavella acaba por difuminar la relación con sus coetáneos hasta convertirla en pura anécdota. La construcción de sus novelas sobre una acumulación de escenas y sorpresas, la peculiaridad de su realismo desmentido y afirmado por la pesadilla, la invención y la necesidad de mentir y de mitificar, la irrealidad fantas-magórica, la sordidez de las aventuras alimentadas sin embargo por una descarada ternura o la fidelidad a una zona muy concreta de Barcelona, que hacen pensar en la del olvidado Francisco Candel o en la del recordado Juan Marsé, son rasgos que aparecen ya en su primera novela, Triunfo, y reaparecen consolidados en Quédate (1993) y, sobre todo, en la singular Un enano español se suicida en Las Vegas (1997), hasta la fecha su mejor novela, ahora superada o trascendida por este ambicioso proyecto que es El día del Watusi, que se inicia con Los juegos feroces, se prolongará en Vientos y joyas, que verá la luz en noviembre, y se cerrará, en febrero del 2003 con El idioma imposible. Un proyecto que no ha de entenderse como una trilogía sino como una novela dividida en tres partes, una división que responde a “la necesidad de contar” a que alude en Quédate, donde se constata que “la posible narración no iba a contar más que una sucesión de vacíos” alimentados por la pesadilla, el sueño o la invención, no para negar el mundo en que se vive, sino para afirmarlo como una fatalidad. En Un enano español se suicida en Las Vegas se insiste en el rompecabezas que va componiendo el relato, sin que el protagonista pueda saber “en qué imagen tendría el rompecabezas completo”.

Aquí el rompecabezas no es sólo la novela que estamos leyendo sino las dos novelas que todavía no podemos leer pero que hemos de tener presentes durante la lectura, puesto que si la acción de la primera se centra joyceanamente en un día muy concreto (de la madrugada del 15 de agosto a la del 16 de agosto de 1971), la de la segunda entre 1971 y 1977 y la de la tercera entre 1977 y 1995, el narrador escribe desde su presente, es decir, con una visión completa de las tres novelas, y en Los juegos feroces hace constantes referencias al Día de Mañana, a cómo está forjando su personalidad futura y al hecho de que está contando “la historia de mi vida”, que es la historia de la vida de una generación.

A Fernando Atienza un misterioso Javier Trueta, en nombre del poderoso magnate y benefactor Ernesto del Pistacho, le encarga que averigüe todo lo que sepa sobre José Felipe Neyra, quien maneja “muchos intereses oscuros de esta ciudad”. Pistacho acaba de entrar en la cárcel, como Mario Conde, por la puerta grande. De este modo, Los juegos feroces ofrece una clara lectura de un presente político que se inicia en 1971, con la agonía de la dictadura de Franco, y que culminará, en El idioma imposible, con la traición socialista.

La borrosa frontera entre verdad y mentira y entre farsa y tragedia son el aliento vivificador de Los juegos feroces. “En la ‘Nota del autor’ Casavella resume nítidamente la trama de esta primera parte de la novela, “llena de peripecias, de suspense, de terror, en lugares que, como las historias que relatan los personajes con los que Pepito y Fernando se enfrentan en disparatadas situaciones llenas de hondura, casi nunca son lo que parecen”. Y “en esta búsqueda que se convertirá en fuga”, “dos chavales aplastados por la historia que buscan sin saberlo el misterio de la eternidad en un basurero de ficciones” tratarán de averiguar quién es el Watusi, “el rey del ritmo, un bailarín, pero también un criminal”. Las razones de la búsqueda son distintas y esta búsqueda no sólo lleva a una serie de extraordinarias aventuras, sino que revelan las razones por las que es necesario que el Watusi sea visible e invisible, una realidad y una invención, elusivo y contundente como el espíritu de una época y de una ciudad.

Del Tibidabo a las chabolas

Esta ciudad es la Barcelona que hemos conocido en otras novelas de Casavella, pero aquí mucho más desarrollada. La novela se abre en el Tibidabo, “la montaña de los ricos”, donde cincuenta huérfanos de los Hogares Clarinet (sic) esperan, el día de Reyes de 1995, la llegada del famoso Pistacho, sinvergüenza disfrazado de rey Gaspar. La verdadera acción del libro ocurre veinticuatro años antes en “la otra montaña”, Casa Valero, Casa Antúnez, Ciudad Sin Ley, las chabolas de Montjuïc, donde viven “los que no teníamos sitio en la ciudad”. La lluvia nos acompaña como un motivo recurrente en este día sofocante del 15 de agosto de 1971 y acabará por tener una presencia determinante en el desarrollo de la ficción. Dos niños descubren el cadáver de una muchacha que ha sido violada y asesinada a golpes: es Julia, la hija de don Celso, cabecilla del barrio con fama de peligroso. Y aquí se inicia un drama lorquiano en clave farsesca: denunciar al Watusi como al responsable, negar ante don Celso la violación y por tanto la responsabilidad del Watusi, cuyo cuerpo flotará, en un claro ajuste de cuentas, en las aguas sucias del puerto.

La búsqueda y la fuga incesantes van creando, a través de curiosísimos personajes, una cadena de situaciones en las que no falta el “gag” cinematográfico, que dan un especial ritmo a una novela que recorremos, escena tras escena, como se recorren las callejuelas de la ciudad protagonista. Lugares secretos iluminados por el humor y la imaginación, el desenfado y la contenida ternura. Casavella ha sabido escarbar en los vertederos de la realidad sin caer en la sordidez, de rozar la farsa y el absurdo sin caer en la caricatura, de entretener sin caer en la frivolidad. En una palabra, ha sabido convertir la audacia narrativa en una necesidad.

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