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Documentació

Los juegos feroces

Article publicar al “El Mundo” el 03/010/02 per Ricardo Senabre

Respaldado por el aval de sus tres novelas anteriores, Francisco Casavella (Barcelona, 1966) emprende una obra de mayor complejidad: Los juegos feroces se presenta como primer volumen de una trilogía –o, quizá, como primera parte de una novela cuya extensión ha aconsejado dividirla en tres– constituida esencialmente por la narración que Fernando Atienza, a quien en 1995 le encomiendan indagar la historia de José Felipe Neyra –influyente hombre de negocios poco claros–, hace de su vida a partir del 15 de agosto de 1971, fecha en que se sitúan todas las acciones rememoradas en Los juegos feroces.

Los volúmenes o partes siguientes deberán reconstruir la evolución del adolescente Fernando, su progresiva inserción en la sociedad barcelonesa, su relación con Neyra y el mundillo de las finanzas, de los oscuros intereses políticos y de las grandes estafas... Será, sin duda, un amplio fresco de la vida barcelonesa a lo largo de los años posteriores a la transición política. Salvando las distancias, el proyecto de Casavella recuerda los propósitos que se forjaron, para distintas épocas, otros autores catalanes, como Ignacio Agustí con La ceniza fue árbol o Gironella con Los cipreses creen en Dios y sus continuaciones.

Fernando y Pepito el Ye-Ye, dos adolescentes suburbiales de la montaña de Montjuïc, deambulan por un inframundo de chabolas, vertederos, burdeles nauseabundos y lodazales en busca del Watusi, un matón a quien el peligroso clan de Celso acusa de haber asesinado a la hija del cabecilla. El desenlace de la inútil búsqueda está ya anticipado al final del capítulo 1, de modo que no es este aspecto de la historia –la incertidumbre acerca de la suerte del Watusi, ni siquiera su presunta culpabilidad– lo que importa primordial- mente en Los juegos feroces, sino el viaje mismo de los dos muchachos, el conjunto de peripecias que van jalonando su búsqueda y, en el caso de Fernando, su descubrimiento del mundo adulto, que equivale a una súbita maduración. Porque, más allá de la pura anécdota, lo que sucede en el llamado “día del Watusi” es un viaje de iniciación. Así lo reconoce Fernando al comenzar el capítulo 2: “Ese día vi un muerto (y hasta dos) por primera vez. Fue el de la iniciación al asombro sexual [...] Aquella misma noche, casi sin dormir [...], supe con seguridad que había descubierto la violencia [...] ese día no me resolvió como persona; me planteó como persona de modo convulso”.

El marco estructural de la historia que se desarrolla en el ámbito temporal de veinticuatro horas y tiene como actores a dos personajes muy distintos que van de un lado a otro es, claro está –y de nuevo conviene añadir: mutatis mutandis–, el del insoslayable Ulises de Joyce, e incluso podría advertirse cierta correspondencia funcional: Pepito el Ye-Ye y Fernando equivaldrían, respectivamente, a Bloom y Stephen Dedalus. Pero aquí conviene interrumpir las analogías. Casavella es el recreador de los suburbios barcelo- neses, de tipos desarraigados, de gentes míseras, de pícaros y estafadores de poca monta, de busconas retiradas; como han hecho, con distinta fortuna, Francisco Candel o Juan Marsé, Casavella hurga en el reverso de la Barcelona luminosa y próspera hasta ofrecer un cuadro sombrío y descarnado –no exento de ocasionales detalles de humor– de un escenario que a veces llega a ser alucinante, como sucede en las escenas de la embarcación, o en la entrada a La Alameda, que parece la versión moderna de un descenso a los infiernos. La variedad de registros idiomáticos del narrador y la destreza con que Casavella suele componer los diálogos son virtudes sólidas del escritor, y también la habilidad para crear ambientes y su concisa y desnuda forma de narrar, sólo empañada a veces por algunas digresiones innecesarias. Todo sucede como en una nebulosa, como si las informaciones fueran siempre inseguras, y todo está rodeado de enigmas y misterios que no acaban de explicarse siempre, porque, a fin de cuentas, el descubrimiento acelerado del mundo que efectúa Fernando en el “día del Watusi” deja muchas cuestiones en el aire, empezando por las actividades de su propia madre.

Tal como se presenta, Los juegos feroces es una prometedora novela. Pero cualquier juicio debe ser provisional mientras no conozcamos el resto de la historia, el desarrollo de lo que ahora se anuncia. Los entremeses no permiten por sí solos juzgar la calidad del almuerzo.

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