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Documentació

Segundas partes

Article publicat a “ABC” el el 28/12/02 per Jose María Pozuelo Yvancos

Se cumple, por desgracia en este caso, el refrán, desmentido por el Quijote, que advierte sobre las segundas partes, nunca buenas. Y se aplica ese refrán para el caso de una primera parte de la trilogía denominada El día del Watusi que con el título de Los juegos feroces había supuesto un éxito de crítica tan notable y merecido que quedamos desde hace unos meses todos los lectores expectantes y con ganas de no ser defraudados, como creo que hemos sido con la continuación de la historia, muy inferior a la primera novela del ciclo. Si Los juegos feroces concentró en un solo día y en torno a dos personajes pícaros, con experto sentido del ritmo, todo el marginalismo de posguerra en un horizonte urbano, la Barcelona del bajo Montjuïc, esta segunda entrega narra los años de la transición política y el ascenso momentáneo de su héroe, Fernando Atienza, quien por una serie de casualidades se ve atrapado dentro del proyecto de creación de un partido político, el Partido Liberal Ciudadano, supuestamente entroncado como uno más de los muchos grupos convergentes en la Unión de Centro Democrático de Adolfo Suárez. Pero muy pronto el interés del tema, poco novelado y que forma parte de la cultura de muchos lectores, desmaya y se mete en un laberinto de menudencias y anécdotas que pretendidamente quieren situar un punto de vista crítico, cuyo anclaje es la marginalidad de la perspectiva del personaje focalizador, siempre fuera de la historia que se narra salvo por su condición de espectador. El escepticismo del protagonista, anunciado ya en unas brillantes páginas iniciales que recuerdan el Arrebato de I. Zulueta es tan legítimo como literariamente ineficaz, si se entrega a él de la forma como lo hace. Porque la tonalidad elegida, entre vodevil y caricatura, deja constantemente fuera al lector por la nimiedad de las figuras elegidas y la poco consistente trama, pero también porque la novela ha elegido ser un brillante ejercicio de palabras, un esperpento continuado de situaciones que encierran en el fondo una sátira de los comportamientos políticos, pero que a mi juicio no cumple las expectativas de ese mismo empeño, al plantearse como mera construcción hipotética no conectable sino traslaticiamente con la realidad histórica. Falta también la proporción entre la extensión y el resultado. Cuatrocientas cincuenta páginas para un desengaño pueden ser demasiadas si se renuncia a tener personajes y se los sustituye por figurones y si se eluden los contextos reales. Y ocurre así, según creo, porque el punto de vista elegido, el del héroe marginal, y los vehículos de estilo asimismo elegidos, que son la astracanada y una tonalidad semicómica que renuncia a una trama con desarrollo no anecdótico, resisten muy mal la lectura de tantas páginas. Las muchas que desarrollan una indudable brillantez e hilarante sentido de la caricatura, y que vuelven a mostrar a Casavella como un escritor de mucho talento, apenas pueden compensar otras en que la acción resulta embrollada, prolija y acaba por sucumbir a un laberinto de menudencias, que dejan al lector perplejo, sobre cómo un talento literario de esta envergadura (del que cabe esperar mucho porque escribe muy bien) puede desperdiciarse por excesivo acomodo y confianza en las posibilidades de un verbo brillante que arroja muchas más palabras que vida.

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