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Documentació

El proyecto de un fabulador

Article publicat a “El País” el 26/08/2003 per Manuel Longares

Después de la Guerra Civil, en 1940, Pío Baroja regresó a Madrid. Tenía 68 años y cerca de cien libros publicados. Se instaló en el barrio de los Jerónimos, en el piso 4º izquierda del número 12 de la calle de Ruiz de Alarcón, del que salía a media mañana para dar un paseo por el parque del Retiro, tan cercano a su domicilio como el edificio de la Real Academia Española, a la que pertenecía desde 1935. Los periódicos de posguerra contaban que él, aunque tenía criada, muchas veces abría la puerta al visitante, lo introducía en la tertulia de sus amigos y se sentaba a seguir la conversación. Juan Benet, en Barojiana, ha hablado de esa tertulia al hacer una semblanza del novelista vasco que, ante la expectación del mundillo literario de entonces, empezaba a publicar sus memorias. En ese decenio de los años cuarenta, penúltimo de la vida de Baroja, murieron su hermana Carmen y su cuñado Rafael Caro Raggio, editor de la mayor parte de su obra; y, para sorpresa de los acostumbrados a su trayectoria de prosista, escribió un libro de versos. Se llama Canciones del suburbio (1944), y lo inicia recordando un incidente de su niñez, cuando vio pasar delante de su casa de Pamplona al reo que iban a ejecutar. Baroja tenía nueve años, y "cada detalle que observa le hace en el alma una herida". Había nacido en 1872, en San Sebastián, en el número 6 de la calle de Oquendo. Era el tercero de los hijos, y fue la actividad profesional de su padre, ingeniero de Minas, la que motivó el traslado de la familia a Pamplona, Valencia -donde murió en 1894 su hermano mayor, Darío- y Madrid. En la capital, Baroja concluyó sus estudios de bachillerato en el Instituto de San Isidro y se matriculó en Medicina "por exclusión de profesiones que no me gustaban". Pero ya estaba seducido por el veneno literario, porque había leído a Verne y el Robinson, De Defoe -además de los folletinistas clásicos como Sue y Ponson du Terrail- y jugaba con dos amigos a escribir novelas, una de las cuales sería el antecedente de Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox. Aquel chico "pálido y rubio", que desde su ventana contempló horrorizado el desfile del condenado a muerte -"dilatada la pupila", escribe el aprendiz de médico- poseía un temperamento romántico. Nunca perdió la afición a la ópera y a las canciones populares de su tierra, mas como alumno no fue brillante. Estudió la carrera entre Valencia y Madrid y se licenció con una tesis sobre el dolor, donde ya leemos una observación típicamente suya: "Si nos fijamos en la fisonomía del hombre que sufre, es parecida a la del hombre que piensa". Fue médico en Cestona durante un año y no quedó satisfecho de la experiencia. Volvió a San Sebastián con su familia y estaba sin saber qué hacer con su vida cuando su tía Juana Nessi le propuso regentar la panadería que tenían en Madrid -en la calle de Misericordia, cerca de la plaza de las Descalzas-, de la que ya se había ocupado su hermano Ricardo. Era el año 1896 y Baroja no lo dudó. Para entonces había leído a los novelistas franceses y rusos -señaladamente Stendhal y Dostoievski- y a sus dos filósofos de cabecera, Nietzsche y Schopenhauer. Eran las vísperas del Desastre de Cuba y, según cuenta Baroja en sus memorias, "al verse tantos hombres en las proximidades de los treinta años sin oficio, sin medios de existencia y sin porvenir", se estableció en Madrid "una bohemia áspera, rebelde, perezosa, maldiciente y malhumorada". Durante un tiempo, Baroja se relacionó con ese mundo y se introdujo en periódicos y revistas literarias. Publicó artículos, cuentos, crítica de libros y desempeñó, incluso, una fugaz corresponsalía de guerra en Tánger, para "El Globo". También adelantó en folletín periodístico sus primeras novelas. Tenía 26 años, recuerda, cuando hizo balance y se planteó el futuro: "Había sido médico de pueblo, industrial, bolsista y aficionado a la literatura. Había conocido bastante gente. El ir a América no me seducía. Llegar a tener dinero a los 50 años no valía la pena para mí. Quería ensayar la literatura. Yo comprendía que ensayar la literatura daría poco resultado pecuniario, pero mientras tanto podía vivir pobremente, pero con ilusión.Y me decidí a ello". Día a día, pues, durante más de medio siglo, este imaginativo fabulador repitió la misma escena: se sentaba en el sillón de su casa, desenroscaba la estilográfica y llenaba cuartillas. Todos los años publicaba un libro -bastantes años, más de uno- y realizaba un viaje por Europa. Se quedó soltero, pero no vivió solo: en compañía de su familia alternó su residencia madrileña de la calle de Mendizábal con el caserío de Itzea, en la localidad navarra de Vera del Bidasoa, que había adquirido en 1912. Con 50 años, confiesa: "La vida que llevo en Madrid en 1918 es bastante sosa. Por la mañana leo o escribo, por la tarde salgo, compro libros viejos y voy a charlar a la redacción de España, y por la noche vuelvo a leer". Baroja divulgó el autorretrato de un hombre humilde y errante, que no tiene plan. Mas en esa falta de pretensiones, avalada por su repugnancia a la grandilocuencia y el énfasis, alentaba la ambición de cumplir el reto que se había impuesto. Se trataba de un destino y Baroja lo encaró -con la fatalidad que impulsa a muchos personajes suyos- incluso en los momentos excepcionales de la Guerra Civil. A Baroja el Alzamiento de 1936 le pilló en Vera de Bidasoa y estuvo a punto de ser fusilado en Santesteban por unos carlistas. Se refugió en Francia, concretamente en la Ciudad Universitaria de París. Fueron tres años de desajuste para quien había convertido la rutina en el motor de su actividad. Pero mientras se prolongó este exilio -con su incertidumbre ante un presente azaroso y un futuro imprevisible- Baroja continuó escribiendo, y algunos libros de entonces permanecen inéditos. Asombra esa constancia en sacar adelante su proyecto sin desanimarse ni aburrirse, cuando a lo largo de su obra y tanto en boca de sus personajes como personalmente Baroja insistió en el sinsentido y la monotonía de la existencia. Fiel a ese compromiso afrontó el decenio de los cincuenta, que sería el último de su vida, con un nuevo ciclo novelesco: Saturnales. Tuvo una excelente ayuda en su salud. Los que le consideraban atrabiliario y bilioso, fundamentalmente por sus ataques al catolicismo, se regocijaron en 1923 cuando le mordió un perro y tuvo que seguir una cura antirrábica. Pero ésta es la anécdota de un organismo fuerte que sólo al final minó la arteriosclerosis. Murió el 30 de octubre de 1956, a los 84 años, en su casa del barrio de los Jerónimos. De ella partió el entierro laico, con muy pocas autoridades y bastantes más amigos, hacia el cementerio civil. Todos esos amigos eran lectores, y, en su mayoría, jóvenes. Baroja confiaba en que los jóvenes se sintieran atraídos por su obra por lo mismo que él había permanecido fiel al legado formativo de su juventud. Sobre unos cimientos levantados al final del siglo XIX Baroja construyó su sistema, y de ello habló sin descanso a lo largo del siglo XX. ¿Dónde está el secreto de esa lozanía? No tanto en un resorte técnico, de novelista adiestrado en no aburrir, como en la autenticidad de su voz. Toda la obra de Baroja es un pronunciamiento. Esa voz podrá ser imitada, pero no falsificada. Será egotista, como él no niega, y podrá equivocarse, pero transmite verdad. Así se explica su influencia, porque siempre hay un adolescente que descubre la vida a través de un libro suyo y el experimento le deja atónito y herido, desencantado y, a la vez, dispuesto a las más nobles aventuras. Y ese lector así introducido en los ideales del mundo y en ese bagaje de convicciones elementales que para Baroja constituyen "el fondo insobornable" del ser humano, tiene a partir de entonces un maestro en ese amigo al que nuestra derecha llamaba "el hombre malo de Itzea".

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