15è. aniversari (1999 - 2014)
 
 

Documentació

Contra la nada

Article publicat al diari “ABC” per Ana Rodríguez Fischer

Sólo por no empañar las cosas, me abstengo de encabezar esta reseña de la última novela de Félix de Azúa, Momentos decisivos, con el heideggeriano título de Ser y Tiempo. No porque no le cuadre éste a una novela que es una indagación en torno al ser en el tiempo: «¿Qué éramos?», se pregunta uno de los personajes ya en las páginas iniciales, «¿brillantes y efímeros cometas o satélites sin vida propia?», interrogación a la que seguirán otras de idéntico sentido, no en vano la novela versa sobre los «momentos decisivos», esos que «tuercen el futuro con irreparable fatalidad» y nos conducen «por caminos para los que no estamos pertrechados», los momentos que nos hacen «ser lo que luego fui y lo que aún vengo siendo». Formulado así el tema fundamental de la novela, no nos extraña asistir, a lo largo de su desarrollo, a una continua indagación de signo existencial, que el autor sitúa nítidamente en el paisaje temporal (histórico, sociológico, político, ideológico, estético) del que brotó.

Y no hay duda de que ésta es una línea de lectura interesantísima, absolutamente insoslayable, por otra parte, dado que estamos ante una künstlerroman (novela del aprendizaje del artista) y, como suele ser preceptivo en esta modalidad narrativa, se traza el paisaje circunstancial (familia, educación, académica y sentimental, etc.) en que dicho aprendizaje transcurre, lo cual lleva a extender la novela por determinados ámbitos, en especial por los propios de la burguesía catalana -en sus distintos sectores- a la que pertenece el artista en ciernes, Alberto. Esa apertura tiene sus encantos, pero sería una pena que el lector se detuviese ahí, limitándose a un papel de espectador pasivo que deja que las imágenes se sucedan ante sí. Es muy tentador -y divertido, por momentos- hacerlo de ese modo, y además Azúa facilita las cosas: construye minuciosamente los escenarios (pero sin regresiones: el autor es muy selectivo al elegir el ángulo desde donde enfocar, maneja magníficamente la luz y crea imágenes excelentes, de clara naturaleza poética) y también nos va dando todo lujo de detalles sobre los personajes, a los que mueve con destreza demiúrgica y que, en su conjunto, conforman una amplia representación del panorama social de ese tiempo, desde los habituales de la «Plaza Real Safari» (le robo el título a Nazario) a los que deambulan por los jardines de las villas burguesas o los campus universitarios, pasando por un nutrido grupo de personajes muy reconocibles: tutti quanti animaban la vida barcelonesa de mediados de los 60 (época en que transcurre la novela), algunos con sus verdaderos nombres -Eugenio Trías, Florit, Frutos, Solé Tura, Duchamp jugando al ajedrez o el bedel Abelardo, un histórico de la Facultad de Derecho de la UB- y otros apenas enmascarados bajo nombres diferentes, como los poetas Gabriel Vallverdú (Ferrater) y Pere Comamala (Gimferrer), el presidente «que piensa como un cangrejo» en la hilarante secuencia «Conspiradores en el convento» o, ya al final, «el portavoz de los novatos», para poner ejemplos sin salirnos de la P.

Todo esto está francamente bien, pero que no nos impida apreciar (y a veces es difícil sustraerse a la carcajada inmediata) lo que afecta estrictamente a la factura literaria de Momentos decisivos. Porque el mundo o la realidad representada, los materiales con los que trabaja el autor, el pensamiento y las ideas -las relativas al nacionalismo catalán o las que tratan del nihilismo del artista moderno-, estaban ya en «otros Azúas»: muy particularmente en los ensayos El aprendizaje de la decepción, Salidas de tono, sin olvidar las Lecturas o el Diccionario o Caín, o bien, ya en lo que atañe a los registros expresivos, la ironía y la estilización paródica estaban ya en la Historia de un idiota y el sesgo valleinclanesco en Demasiadas preguntas. Sin olvidar los continuos guiños que dirige a otros autores «admitidos» por Azúa -Mendoza, Marsé, los Goytisolo, Gil de Biedma- y a cuyas obras recurre muy deliberadamente, para fundirlas en su nueva novela.

Hay una dualidad en Momentos decisivos que vertebra de manera muy sólida una novela construida con moldes pictóricos y cinematográficos, en absoluto ornamentales sino perfectamente pertinentes a una historia del artista narrada por un cineasta. Repárese en los títulos de algunos capítulos -«El grabado», «La cena», «La toilette de Alejandra»- y recuérdese El Gatopardo -Lampedusa y Visconti- en el titulado «Labernia» o Los muertos, Joyce-Houston, en el soberbio y acongojante monólogo «El señor Ferrer en un funeral». Es dicha dualidad (y no tanto las pequeñas intrigas que recorren estas páginas) la que tensa los «momentos decisivos» de la novela y la libra de lo inerte, de ser la obra una mera yuxtaposición de viñetas, cromos, cuadros, estampas, etc. Está en la estructura, con una carta-prólogo y un epílogo, situados ambos en el presente y que elevan el pasado porque en esos dos textos se nos da lo que del pasado verdaderamente transciende, más allá de cuanto tuvieron de «comedia ligera» o de patética «mojiganga» unos años «indefinidos y opacos», poblados de «personajes pasmados, inanes, esperando eternamente sobre un escenario escuálido». Personajes contrapunteados a partir de esa dualidad que atañe a la pareja de hermanos -Jordi en Alberto, o el mayor y el menor- y a otras que se articulan a partir de las respectivas relaciones de éstos (padres-hijos, artista apolíneo-artista dionisíaco, hombre de acción-poeta contemplativo) o de sus propios actos (hasta alcanzar la escala más ínfima: chorizada-latrocinio). Justamente el conflicto estalla cuando los momentos decisivos dejan de pasar, y ya no hay dualidad sino duplicidad: las cosas suceden dos veces, y en esas segundas ocasiones «reconocía la marca de la derrota».

Esta historia de Alberto (y su tiempo) contada por Félix de Azúa recorta brillantemente un momento decisivo de la historia colectiva, cuando amanecía la «barbarie de las imágenes» (la sociedad del espectáculo: aquí también asoman los situacionistas) y algunos tomaron decisiones que nos siguen amarrando hoy. El joven artista marchará y vivirá a la intemperie, porque ni es un muerto, como el padre, ni un heredero de la derrota, como Jordi. Y lo hará siguiendo el mandato del padre, una última lección moral: «No permitas que las cosas vayan pasando, que te sucedan. Hazlas necesarias, inevitables. Hazlas tú».

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