15è. aniversari (1999 - 2014)
 
 

Documentació

El último Max Aub

Article publicat al diari “ABC” el 25/01/03 per Santiago Castelo

A veces el azar pone las cosas de manera que todo confluye de forma sencilla y clara de puro armónica. Quizás por eso yo tuve la suerte de conocer a Max Aub cuando él regresó, de visita, que no de vuelta, a España en el otoño de 1969. Casi todos recuerdan estos días al escritor prodigioso que había en Max Aub. Yo voy a recordar a un Max Aub sencillo, humano, cordial. Como se hace añorando a los amigos que se fueron. Porque aunque nuestra amistad fuera breve, yo sé algo del último Max Aub. Le conocí en 1969. El escritor tenía sesenta y seis años. Yo, veintiuno. Llegó una mañana a la Hemeroteca Municipal de la plaza de la Villa y se sentó a leer. Le acompañaba Perpetua Barjau, su mujer, Peua para los íntimos, una de esas mujeres extraordinarias, únicas, que muy de tarde en tarde salen al paso. Yo me acerqué tímidamente. Creo que hasta le pedí disculpas por saludarlo. Pero nos ganamos en amistad en seguida. Luego, los días siguientes, la acrecentaron. Paseábamos por la calle Mayor. A veces, hablábamos mucho. Otras, sosteníamos largos silencios. Y era que el escritor enamorado de España, profundamente amante de Madrid, miraba las casas, las calles, las tiendas con unos ojos tristes de melancolía de exilio. Me convertí un poco en su lazarillo. Distancias con el Régimen ¡Cuántos recuerdos debían pasar por aquella mente, cuántas nostalgias!… Muchas tardes, en el hostal de los Reyes Católicos, donde paraban, al lado mismo de San Francisco el Grande, venían a verlo escritores, pintores, poetas, compositores. Recuerdo una puesta de sol a finales de octubre. Max Aub hablaba de novelistas, de músicos. Oírle hablar era una delicia. Lo mismo recordaba los lejanos tiempos de Cansinos-Assens que relataba sus impresiones ante una sinfonía modernísima. Una tarde le escuchábamos Rafael Conte, Luis de Pablo y yo. Recalcaba que había venido de visita a España; pero no que volviera… Quería marcar distancias con el Régimen. Otro anochecido acudió Concha Buñuel, hermana del director de cine cuya biografía Max dejó inconclusa, y hablamos de las vivencias infantiles de Luis Buñuel y sus influencias en todas las películas, sobre todo en La Vía Láctea, Nazarín y El ángel exterminador… Me sorprendía que Max Aub supiera más detalles de la infancia de Buñuel que su propia hermana. De aquella estancia entre nosotros, en 1969, escribió un libro, una especie de diario titulado La gallina ciega, en el que generosamente me citaba. Para no comprometerme habla del Barbitas. Yo nunca se lo agradeceré lo suficiente. Tengo la primera edición, editada por Joaquín Mortiz en México en diciembre de 1971. Como él sospechaba, sonriente e insobornable, el libro estuvo prohibido en España hasta julio de 1976, cuatro años después de su muerte. Todo le interesaba: la política, las entrevistas, los sucesos. Tengo muchas cartas suyas solicitándome tal reportaje sobre Dalí, un artículo de Gironella, tal otro cuento suyo que se publicó, allá, por los años treinta, en la revista Alfar, de La Coruña… Se disculpaba por «hacerme trabajar». Yo entonces le tenía que reñir afectuosamente. Conservo una carta en la que me pedía que agradeciese a Antonio Valencia la crítica que en Arriba había dedicado a uno de sus libros. Cuando yo le dije que Antonio Valencia no era seudónimo como él creía , le escribió desde México. Era, ante todo, un hombre agradecido. Un hombre bueno, en el sentido total de la palabra. Un hombre al que la vida baqueteó demasiado, y él, a cambio, le entregó lo mejor de su inteligencia y de su sentimiento. Era un hombre cabal, lleno de ironía. De esa ironía que sólo pueden tener los sabios. Un gran escritor que había pagado el dolor con humor sencillo, sin dolor. En julio de 1971 me escribió una carta que, entre otras cosas, decía: «Muchísimas gracias por su carta y los recortes que la acompañan. Algunos me han producido verdadero regocijo, y no hablo de los que me ponen por las nubes, sino precisamente el de un señor, creo recordar que es el de un artículo de Triunfo, que me mandó en fotocopia, en el que decide que los poemas de Subversiones son malos. Menos mal que están tomados de la Biblia y otros apócrifos». Gustaba de bromas y de engaños literarios. Hizo picar a más de uno con su Jusep Torres Campalans o con su falso discurso de ingreso en la Academia… Algunas de sus cartas más emotivas son cuando recuerda a las hijas lejanas o a los nietos. En una de las últimas me hablaba de su hija Elena y de su familia que se venían a vivir a Madrid. Eran tan entrañables sus cortas frases rogándome que les atendiera en lo que pudieran necesitar, que me estremecían tanto como algunos de sus mejores poemas. Volvió a Madrid en la primavera de 1972. Nos vimos algunas veces. Ya no paraban en el hostal del viejo barrio de la Paloma, sino en la casa de su hija, la admirable Elena, allá por Diego de León. Ni más cerca ni más lejos de su calle de Valverde… Le encontré muy flojo. Hablábamos, como siempre, de todo; pero esta vez la salud estaba más resquebrajada y volvíamos siempre a sus libros y a sus enfermedades… El gran ausente La tarde del ingreso de Buero Vallejo en la Real Academia lo encontré rejuvenecido. Allí, junto a Max, estaba Perpetua, pendiente de él, de su quebrantada salud, de si fumaba un pitillo de más. Y él, rodeado de gente joven. En el artículo que dediqué a aquella recepción, escribí: «Allí estaba Max Aub, el gran ausente, ahora gloriosamente entre nosotros». Sí, gloriosamente. Algunos le llamaban maestro. En los libros con el discurso de recepción de Buero nos «dio fe» de la celebración del acto. Tenía el pulso firme. Estaba contento. Varios profesores le decían que pronto ingresaría él. Y Max se reía… Yo tenía el presentimiento de que Max Aub arribaría muy pronto a la Real Academia. Ya en la calle, nos despedimos. Besé a Peua, abracé a Max y nunca más volví a verlo. Sí a escucharlo por teléfono. Su sonrisa amplia la siento aún a través del cristal del coche de José Luis Cano, mientras me despedía con la mano al aire. Con aquella mano de escritor grande, que dos meses justos más tarde le dejó paralizada, antes de fulminarlo, una trombosis cerebral.

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