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Documentació

Max Aub y las márgenes

Article publicat a “El País” el 31/05/03 per Tomás Segovia

Nada más que en estos últimos cinco o seis años se ha escrito seguramente sobre Max Aub varias veces más que en vida suya. A mí el nombre de Max Aub me hace pensar siempre en algunos aspectos de su vida y de su época, o de su vida como emblema de su época, que me siguen fascinando y que sigo intentando descifrar un poco más. Esa masa de estudios recientes me ha ayudado sin duda a avanzar algún paso en ese desciframiento, pero no tengo nada que añadir a toda la información e iluminación que han acumulado tantas personas, muchas de las cuales lo conocieron más que yo y todas con seguridad lo han leído mejor que yo. Mis únicos posibles comentarios serán siempre anecdóticos, personales y colaterales, partiendo siempre de las coincidencias efectivas de mi vida con su vida. Nada más anecdótico y privado, por ejemplo, que el episodio que ha estado invadiéndome la imaginación desde que cogí la pluma para escribir esta página. En 1965 había decidido instalarme por algún tiempo en París, huyendo de diversos nubarrones que se acumulaban sobre mi vida en México. La tentativa era bastante imprudente, y me encontré allí sin dinero, sin relaciones y sin apoyos. Pero Max Aub pasó por París, no sé si preparándose para su juego de la gallina ciega. Tenía mi dirección y me buscó. "Pero hombre...", me dijo con sus erres germánicas cuando vio mi situación -y se puso en acción de inmediato. En unos pocos días se las arregló para ponerme en contacto con Bergamín y presentarme a Emmanuel Roblès, a Semprún, a Dyonis Mascolo (del que ya no oigo hablar, pero que era para mí un intelectual de primera y que fue el único que me echó una mano -o el único que podía echarme una mano). Yo había trabajado para Max hacía tiempo en la Comisión de Cinematografía y luego había colaborado esporádicamente en Radio Universidad de México cuando él la dirigía. Pero nunca había ido a las concurridas (e importantes) reuniones en su casa, ni a las famosas comilonas del Bellinghausen donde se encontraba con la plana mayor de la literatura mexicana (y un poquito de la política), ni tenía no ya poder alguno sino ni siquiera renombre literario. Estoy seguro de que me ayudaba por auténtica bondad, reforzada, por supuesto, con una lealtad al exilio español, y todo ello envuelto en la idea general de lo que implicaba ser un intelectual, que era entonces un ser humano más responsable ante el deber que ningún otro. Hace poco asistí a unas estupendas conferencias de Semprún en la Residencia de Estudiantes. No pude dejar de acordarme de Max Aub y de aquellos días de París. Evoco ahora aquellas escenas y me parecen llenas de una significación que entonces sólo podía adivinar nebulosamente. Me parece que ante aquellas personas que vimos juntos una tras otra en pocos días, Max y yo flotábamos en las aguas exteriores, aunque sin duda en playas diametralmente opuestas. Ellos pisaban la roca de la historia, a la que nosotros intentábamos en vano izarnos desde nuestro chapoteo. Porque lo más triste del exilio, tal vez no lo más terrible pero sí lo más triste, es que nos exilia de la historia. En ese sentido, Semprún no es un exiliado: un prisionero no es un exiliado, un conspirador, un perseguido no es un exiliado. Quizá lo es también, pero no es lo esencial. Incluso Bergamín se había colado un rato en la historia. Hay el chiste del refugiado que declara que va a volver a España, y cuando sus compañeros exclaman escandalizados que cómo puede proponerse eso si todavía está allí Franco, contesta: "Con no hablarle...". Ésa es la cosa: no se vence al enemigo con no hablarle, a los tiranos no se los derriba con el mutismo; hay que vérselas con ellos. Bergamín había vuelto a España y había tenido que vérselas de nuevo con Franco -o bueno, con Fraga, es lo mismo. Ni Max ni yo nos las veíamos con los protagonistas de la historia. Yo, desde siempre; Max, ya no. Él había vuelto demasiado tarde y había sufrido incluso la decepción de no ser detenido. Los exiliados no le hablaban a Franco ni le hablaban a la historia, pero es porque la historia no les hablaba a ellos. Un exiliado puede ser también guerrillero, maquis, voluntario, preso de los campos de concentración; pero en cuanto exiliado es hombre al agua. Los exiliados de México no éramos ni guerrilleros ni presos. Max tenía unos 20 años más que Semprún, los exiliados de México de mi generación unos pocos menos. Sería inimaginable que alguien de mi generación hubiera estado tan implicado en la historia del siglo XX como Semprún. Pero también que Semprún escribiera La gallina ciega. También Max había estado en los campos de concentración, también estuvo condenado a muerte, también era amigo de Malraux y había circulado entre la gente que dejaba huella en la historia. Pero luego había pasado a esa situación mucho menos terrible, pero más triste, como decía, del exiliado que no puede vérselas con los tiranos. Al evocar ahora a Max hablando en París con Semprún, con Bergamín, con Emmanuel Robès (que era un poco como hablar por delegación con Camus), con Dyonis Mascolo (que había sido uno de los promotores del Manifiesto de los 121), me parece ahora que ante mí había en su actitud un punto de orgullo melancólico. Sabía sin duda que yo, deportado fuera de la historia desde mi más tierna edad, estaba deslumbrado por la amistad y la cercanía que le mostraban esos personajes que habían contribuido a salvar literalmente al mundo, y que todavía entonces, en esos años que seguían siendo reflexivos y esclarecedores e incubaban el 68, seguían respondiendo activamente a sus deberes de intelectuales. Me dejaba ver y admirar esa cercanía, pero con una ligera nostalgia de jubilado de la historia, porque aunque no había experimentado todavía la fatal inexistencia del regresado, no hay duda de que ya le habitaba, como a todos los exiliados, esa sospecha.

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