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Documentació

Max Aub y Barcelona

Article publicat a “La Vanguardia” el 02/06/2003 per Adolfo Soltelo Vázquez

Entre mayo y agosto de 1939, Max Aub redacta frenéticamente Campo cerrado (1943), primera novela de la serie El laberinto mágico, vasto retablo épico de los orígenes, desarrollo y consecuencias de la Guerra Civil. A través de las andanzas del personaje central, Rafael Serrador, Aub ofrecía en este primer volumen un amplio muestrario de la vida barcelonesa de los años inmediatos a la guerra y de los primeros días del conflicto. Sus páginas evocaban urgentemente una ciudad bien conocida: los círculos anarquistas de la CNT; las tertulias falangistas de El Oro del Rhin, presididas por Luis Salomar (álter ego ficticio de Luys Santa Marina, el escritor fascista, buen amigo de Aub) que “gustó apasionadamente de Barcelona, andaba por ella con ínfulas de conquistador, le parecía vivir en unas riquísimas Indias donde cielo y tierra eran españolas por la fuerza de las armas, y los indígenas enanos apenas dignos de su suerte”; el debut en la Monumental del torero Domingo Ortega o la dominical feria de libros usados en la ronda de Sant Antoni. La multiplicidad de personajes y acontecimientos, que desfilan ante el lector en una irrepetible mezcla de ficción y realidad, tienen como laberinto espacial una ciudad que el omnisciente narrador del relato imagina como un organismo vivo: “Su esternón, el Paseo de Gracia; sus húmeros, Diagonal y Cortes; sus radios, el Paseo de San Juan y el Paralelo cruzados, unidos por sus manos de mar, sosteniéndose el corazón y las tripas: las Ramblas; sus arterias y sus venas: acuchilladas por la Vía Layetana, apuñaladas arteramente por el Portal del Ángel; desangrándose en el mar; su coxis, el puerto; sus piernas y su andar, el viento y las olas”. Entre 1940 y 1942 Max Aub escribe un nuevo tomo de El laberinto: Campo de sangre (1945). La primera y la tercera parte de su estructura se desarrollan en la Barcelona del invierno de 1938. El narrador que acompaña a Julián Templado, médico socialista que conduce el relato, describe la ciudad el día de San José: “La Catedral, desportillada; el Palacio de la Generalidad, apedreado; el Call, la Puertaferrisa, la calle del Carmen, acribilladas; por el Paralelo la muerte va ganando calles: del Carrer Nou a la del Hospital, de Hospital a San Pablo, de San Pablo a San Antonio. Las muertes crecen: treinta y cinco, ochenta, doscientos”. Barcelona era de nuevo el corazón de una novela aubiana y la desembocadura de una tragedia de sangre y muerte, llena de rencores y traiciones, pero también de heroísmos y resueltas voluntades. Treinta años después el 23 de agosto de 1969 Max Aub, el español trasterrado, se reencuentra con Barcelona. Por fin obtiene un visado que le permitirá visitar España Barcelona, Valencia, Madrid durante poco más de dos meses. De este viaje brota un extenso y desencantado diario, significativamente titulado La gallina ciega, pie de imprenta de diciembre del 71, veinte meses antes de que el escritor falleciese en México. La gallina ciega es un diario amargo y lúcido, destemplado y seguramente injusto. Mientras corregía las pruebas, Aub fue asaltado por el obsesivo temor de haber escrito no lo que había visto, sino lo que pensaba acerca de España, lo que se figuraba antes del reencuentro. Y no obstante, realidad y figuración consiguen una irrenunciable visión del laberinto español (¡siempre el laberinto!) desde el ojo ácido y penetrante de uno de los máximos escritores de la España peregrina. El aeropuerto de El Prat lo ve llegar y partir. En ambas ocasiones la Barcelona abierta e inquieta de finales de los sesenta “Barcelona, siendo más vieja, es más joven, sigue de cerca las modas (el mar lo explica todo)” le ofrece la oportunidad del encuentro con García Márquez, “gordo, lúcido, bigotudo” y feliz, “como Mario (Vargas Llosa) en Londres y Carlos (Fuentes) y Julio (Cortázar) en París”. Aub que viaja acompañado de su mujer, Perpetua Barjau, después de pasar dos días en Cadaqués (“El Ampurdán es otra cosa. Al Ampurdán, piedra y olivo, gris y verde, no lo han cambiado”), se instala en un hotel de Barcelona hasta su marcha el 21 de septiembre camino de Madrid, con el paréntesis de la estancia valenciana del 31 de agosto al 9 de septiembre. Los quince días barceloneses transcurren pautados por el frenesí de las invitaciones, las relaciones editoriales y los intercambios literarios, que no son obstáculo para que el gran novelista y dramaturgo recorra la ciudad y nos traslade sus impresiones revividas, vistas o figuradas, en un estilo entrecortado y ágil, que medita a menudo sobre la mirada del paseante ciudadano, superponiendo lo que fue y lo que es, queriendo defenderse de los recuerdos y fracasando en el empeño. A ratos, Aub había vivido 15 años en la Barcelona anterior a 1939, por eso ahora, en su breve retorno, las imágenes se entremezclan y las líneas del diario conjugan el recuerdo y la realidad con cierto desencanto: “Esta Barcelona fabril y trabajadora, culta a la francesa, pero ante todo catalana, por lo menos tal como la conocí, esa Barcelona donde, sin querer aprendí a hablar el catalán que no hablé nunca en Valencia; esa Barcelona orgullosa de su lengua, de su Renacimiento, de su arquitectura tan personal y horrenda , esa Barcelona que encuentro hablando en español, como si tal cosa”. Aub transita por la ciudad medieval y por la decimonónica, recorre asaltado por los recuerdos Montjuïc y el Tibidabo, y cuando tiene un momento da un vistazo a la Rambla, al Liceu y “al hotel Oriente donde dormí mi primera noche catalana no hace más de cincuenta y cuatro años”. Ahora bien, Max Aub, “que inclina ligeramente su testa de morueco y contempla, tras sus gafas de miope, con mirada limpia e inteligente” según escribía a la par de su visita, Joan de Sagarra , pertenece a otro tiempo, a otra Barcelona. De ahí que a veces se sienta todavía contertulio de El Oro del Rhin. En el fondo, Aub entiende poco a la Barcelona que tiene delante y acierta cuando se define como un turista al revés: “Vengo a ver lo que ya no existe”. El Diario español de Aub es, finalmente, un retorno a la nostalgia y la elegía, patente incluso en sus conjeturales deseos para el día de mañana (“Barcelona podría salvarse convirtiéndose en la ciudad Picasso”). Lo vivo en la retina de Aub es la Barcelona anterior al 26 de enero de 1939, la que había cantado en un mal poema, escrito en 1942 desde Djelfa, en las altiplanicies del Atlas sahariano, final del calvario de cárceles y campos de concentración, previo a su embarque en Casablanca (el 10 de septiembre) camino de México: “Barcelona: quizá no serás ya nunca más la Barcelona mía. La Barcelona que yo más quería”. La distancia acrecentaba la memoria; la presencia la tornaba insobornable.

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