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Documentació

La España que quiso Max Aub

Article publicat a “El País” el 05/03/05 per José Manuel Sánchez Ron

Sentado frente una mesa cualquiera, en una casa que acaso nunca sintiese como propia porque le recordaba el hogar que le faltaba, más que probablemente añorando, desde su exilio mexicano, un país, España, en el que no nació pero que hizo suyo a fuerza de vivir en él, de quererlo, de leer y escribir en castellano, un país que no había pisado durante casi veinte años, Max Aub (París, 1903- México DF, 1972) imaginó un mundo irreal, un mundo que no fue pero que pudo ser, que debió haber sido si una guerra no lo hubiese impedido. En ese mundo imaginario, el 12 de diciembre de 1956 Max Aub, director del Teatro Nacional desde 1940, leía su discurso de entrada en la Academia Española, El teatro español sacado a luz de las tinieblas de nuestro tiempo, sucediendo a Ramón María del Valle-Inclán, con la presencia del presidente de la República, Fernando de los Ríos. Le escuchaban y arropaban los que a partir de entonces iban a ser sus compañeros. En primer lugar Américo Castro, como director de la Academia, que, por supuesto, no llevaba el título de Real, y junto al gran historiador, Federico García Lorca y Miguel Hernández, a quienes el mero hecho de vivir, de poder vivir, había permitido que fueran ya haciéndose viejos, renunciando así a ese dudoso privilegio que es aparecer siempre jóvenes en las imágenes que adornan el recuerdo histórico, y también otros, entre ellos, Pedro Salinas, Juan Ramón Jiménez, Manuel Altolaguirre, José María de Cossío, José Moreno Villa, José Bergamín, Ramón Sender, Corpus Barga, Ramón Gómez de la Serna, Dionisio Ridruejo, Blas de Otero, Salvador de Madariaga, Jorge Guillén, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Rafael Lapesa, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Pedro Sainz Rodríguez, Emilio García Gómez, Luis Felipe Vivanco, Francisco Ayala, Camilo José Cela y Miguel Delibes. Algunos (García Gómez, Cossío, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Aleixandre, Lapesa) ya eran miembros de la Academia cuando Aub la recreó. Y también lo era, como electo, Salvador de Madariaga, aunque exiliado no leyese su discurso hasta cuarenta años después, en 1976. Otros lo serían más tarde: pronto, en 1957, Cela, Delibes en 1975 y Ayala en 1983. Tal era la Academia que Aub imaginó y deseó algún día de su largo exilio. Duele sólo pensarlo. Pensar que no pudiese ser así, debido a lo más negro de la condición humana, a la fuerza de las armas y al poder de la intransigencia, fecunda madre de muerte y exilio. Se le agrietan a uno las vigas del alma cuando lee lo que el nuevo imaginario académico imaginaba que decía a sus compañeros en el bello salón de actos del decimonónico edificio de la Academia Española. Frases como: "La presencia del señor presidente de la República, que tanto me satisface ..." o "¿qué no debéis a Valle-Inclán, aquí presentes, Federico García Lorca, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Luis Cernuda, Rafael Alberti...?". Y en su añoranza, en la que no debió faltar un cierto sentimiento, agridulce, de ajuste de cuentas, Aub no se limitó a escribir un discurso, en el que al mismo tiempo que hablaba de teatro y de escritores, hablaba de una España y de una Academia posibles, sino que lo hizo imprimir y editar con una tipografía y un tipo de encuadernación muy parecidas a las que se emplean en las ediciones de la Real Academia Española. Como mandan los cánones, su discurso iba acompañado de la contestación -no menos imaginada- de un académico, papel que Aub asignó al escritor alicantino Juan Chabás. En un apéndice incluyó la lista completa de los miembros de su Academia. Aunque ya había sido recuperado en alguna ocasión, pocos son los que conocen este emocionante y emocionado escrito de Max Aub. Que vea ahora la luz de nuevo no puede ser sino motivo de satisfacción. Más aún en tanto que viene acompañado de otro discurso de entrada en la Real -aquí ya sí- Academia Española, el que Antonio Muñoz Molina dedicó, cuarenta años después de aquel 1956, a la nunca pronunciada disertación de su colega en el arte de escribir bien: Destierro y destiempo de Max Aub. Y como si la historia fuese realmente, como algunos pretenden, un círculo, una noria que va y viene, una y otra vez, a Muñoz Molina le contestó uno de los académicos imaginados por Aub: Francisco Ayala. Su intervención, como la de Chabás, también se incluye en este libro. En su completamente real di- sertación, Muñoz Molina nos habla y explica lo que fue, hizo y escribió Aub, pero no sólo de esto, también de muchas otras cosas. De cómo le influyó en su propia creación literaria la lectura de las obras del autor de Jusep Torres Campalans o de El laberinto mágico. O de su propia visión acerca de lo que es, o puede ser, la literatura, ese inabarcable arte en el que lo real y lo irreal, lo vivido y lo imaginado, lo recibido y lo deseado, se combinan en una mezcla indefinible. "¿No es siempre", escribe, "la mejor literatura una vindicación de la palabra y del sueño, un disentir de las versiones obligatorias y unánimes de lo real?". En pocos lugares se puede encontrar con mayor transparencia que en este Destierro y destiempo. Dos discursos de entrada en la Academia, al escritor y al hombre que es y que pretende ser Antonio Muñoz Molina. Lo mismo que en pocos lugares que no sea el tan irreal como dramáticamente real discurso de Aub, las generaciones de escritores españoles derrotados en la Guerra Civil dejaron mejor constancia del mundo académico y civil en el que les hubiera gustado vivir, en el que tenían derecho a haber vivido y que sin ellos nunca pudo ser.

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