15è. aniversari (1999 - 2014)
 
 

Documentació

La ciudad de las Bestias

Article publicat a el diari “El Mundo” el 12/09/02 per Santos Sanz Villanueva

La chilena Isabel Allende es uno de los nombres de mayor resonancia entre los escritores de una generación posterior al boom hispanoamericano. Casi todos sus libros, en especial el que la hizo famosa hace veinte años, La casa de los espíritus, se reeditan sin cesar, cuenta con innumerables seguidores y tampoco le faltan reconocimientos en el ámbito académico (justo estos días la madrileña Casa de América le dedica una de sus semanas de autor).

Con este entorno favorable a la escritora, resulta desairado negarle el pan y la sal, como voy a hacer, a su nueva novela, La ciudad de las Bestias, porque da la impresión de que uno mira por encima del hombro a sus incondicionales, que la leen con devoción y se identifican con su mundo fantasioso y ejemplarizante. No es, por mi parte, un problema de elitismo cultural que desprecie el enfoque popular, y mucho menos de que me oponga a los simpáticos y necesarios valores éticos que inspiran a Allende. Es una cuestión distinta, la de reconocer lo obvio, que la literatura es arte y no basta con narrar peripecias intrincadas, ni con la simple comunicación emocional.

Estos dos últimos rasgos están, junto con otros que ahora señalaré, en las obras de Allende, y aunque constituyen las vertientes más discutibles de ellas, suelen presentarse con una cálida intensidad, se envuelven en una contagiosa sencillez expositiva y guardan al menos los mínimos del relato de calidad. A todo eso renuncia, en cambio, La ciudad de las Bestias, y se decanta por la fabulación disparatada (por el puro absurdo de las situaciones y no por el cultivo ocasional de la fantasía libérrima); por los personajes planos, bufos, inverosímiles; por las anécdotas ridículas (en el corazón de la selva amazónica el adolescente protagonista halla el licor de vida que curará el cáncer de su madre); por el uso de tópicos gastados (el chico amansa a las fieras tocando la flauta); por el inocente simbolismo con que se bautiza al joven, llamado Alexander, que, según su abuela, significa “defensor de hombres”, y se debe a que “hay muchas víctimas y causas nobles que defender en este mundo (y) un buen nombre de guerrero ayuda a pelear por la justicia”.

Por todo eso, en conjunto, y, en fin, por su elemental construcción, una historia lineal, con planteamiento y nudo que avanza entre golpes de efecto hacia un desenlace de sentido explícito, por culpa del cual la oportuna denuncia de la novela se convierte en desangelada moralina. Los buenos triunfan.

Los malos la pagan. El mundo sufre las asechanzas de gentes sin piedad, pero tal vez gracias a espíritus altruistas y valientes se salvará. En síntesis, un final feliz como el de un culebrón.

Estos elementos se acumulan en una novela que es, a la vez, un libro de viajes exóticos, una narración criminal de suspense y un alegato político. Una pequeña expedición científica parte en busca de la Bestia, algo así como el Hombre de las nieves en el Amazonas virgen, y la encuentra, a la par que descubre una tribu primitiva. A lo largo del viaje se desvela una trama que está provocando la extinción de pueblos indígenas con el propósito de explotar sus tierras. Las aventuras abundan en percances maravillosos. El suspense se mantiene bien. Y el fondo de la novela alberga una tesis conservacionista, de un ecologismo razonable y urgente, emparentado con la narrativa anticolo- nialista de hace un siglo (la felicidad del sistema de vida comunista de las sociedades primitivas se contrapone a los efectos destructores de la civilización occidental).

El propósito de Isabel Allende merece aplausos, pues ya hemos visto estos mismos días en una aparatosa reunión internacional de qué poco sirven los políticos para afrontar el incierto porvenir del planeta. Es imprescindible la voz alerta de los creadores. Pero la chilena hace demasiadas concesiones a la comercialidad y al populismo. Esperemos que sea una práctica pasajera, una distracción en una obra menor y que recupere esas facultades suyas que son superiores a las que aquí demuestra. Por el bien de todos (de su obra, de sus lectores y de las causas que antes y ahora defiende) no debe incurrir de nuevo en una novela tan complaciente y trivial como ésta.

Tornar