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Documentació

El encanto del diablo

Article publicat a "La Vanguardia" el 03/07/2009 per Segi Pàmies

Hace años recibí una llamada de la secretaria de Baltasar Porcel. Él dirigía el Institut de la Mediterrània y yo trabajaba en una empresa de muebles haciendo funciones vagamente contables. La secretaria me dijo que Porcel me invitaba a comer y me sentí orgulloso de que un escritor tan importante me dedicara su tiempo. Me impresionó la solidez de su autoestima, su energía, su erudición y su capacidad para entremezclar reflexiones cultas con barbaridades tremendas. Hablamos de libros –se sentía orgulloso de las traducciones de sus novelas a diferentes idiomas y abogaba por una potente promoción internacional de la literatura catalana: creía más en la cultura catalana que la mayoría de los políticos que entonces le llamaban cortesano españolista y que hoy se llenan la boca con su nombre– y me fijé en que pronunciaba la palabra diable con una deliciosa familiaridad. Finalmente, me dijo que me había invitado porque quería ofrecerme ser administrador del Institut teniendo en cuenta mi experiencia administrativa. Mi esperanza de codearme con él de escritor a escritor –había leído su Solnegre y sus Cavalls cap a la fosca con una ciega devoción– se fue al diablo. "Eso es lo que soy para él –pensé con el orgullo herido–, un simple contable". Rechacé la oferta y seguimos hablando de libros y de periodismo (si no lo han hecho, lean sus modernísimas entrevistas, recopiladas en L'àguila daurada). Hice el gesto de pagar, pero él fue más rápido en sacar la cartera y, de paso, me enseñó sus tarjetas de crédito, no sé si para presumir o para compartir un momento de íntima incredulidad. Pensando que no le volvería a ver y que debía aprovechar el momento, insistí en que me contara cómo escribía su artículo de La Vanguardia. "El secreto de una columna consiste en atizarle cada día a alguien diferente: Si le atizas siempre al mismo, pierdes credibilidad", dijo. Más adelante, le saludé en algún semáforo, conduciendo preciosos bólidos y coincidimos en varios de esos viajes de promoción de la literatura catalana que tanto luchó por normalizar, desplegando su mefistofélico encanto. En sus intervenciones, solía ser salvajemente divertido, sobre todo cuando hablaba en serio, y seguía pronunciando la palabra diable como nadie. Entre los recuerdos que conservaré de él, está una entrevista que le hizo Josep Maria Espinàs en TV3, en su casa de Mallorca, en la que presumía de tener una escopeta. Por la determinación con la que la agarró, temí –creo que Espinàs también– que fuera a disparar de un momento a otro. Su muerte prematura ha multiplicado las reacciones ditirámbicas, pero, digan lo que digan, también fue temido y despreciado. A ello contribuyó, seguro, la famosa envidia de la que todos hablan, pero también una vanidad que, como todo en Porcel, tendía a lo superlativo.

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