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Documentació

«Últimas tardes con Teresa»

Article publicat al diari "ABC" el 22/04/09 per Antoni Astorga

Ceñudo, bienhumorado, irónico, tierno, tiene la pupila desarmada y descreída, escépticos los hombros, la nariz garbancera y un relámpago negro en el corazón de la memoria. Teresa ocupa el rincón menos sobresaltado de su conciencia, y allí fulgura suavemente, igual que un paisaje entrañable de la infancia. De vez en cuando, ha buscado, tanteado entre el texto, como si evocara un cuerpo joven emborronado por el tiempo, aquella supuesta gracia de ciertos miembros, los músculos y tendones que un día constituyeron el vigor del relato, la expresión más personal de una sensibilidad dócil y atenta.

Algunos críticos, sin duda los mediopensionistas, aseguran que Juan Marsé escribe siempre la misma novela. Esos tipos no han leído al maestro, o se han limitado a releer las solapas de sus libros. Ojalá Juan Marsé escribiera siempre la misma novela porque sería una máquina bukowskiana perfecta de producir obras maestras.

El nacimiento del «pijoaparte»

Como la que tenemos entre manos, "Últimas tardes con Teresa", que marca el nacimiento del Pijoaparte, uno de los personajes más fuertes, originales y sugestivos de toda la literatura española tardo/sesentayochista, y que parece el doble canalla del propio Marsé. La identificación autor/personaje funciona con una precisión y eficacia demoledoras, y lo que empieza siendo la historia amorosa de una niña bien, rebelde e ingenua (Teresa) y un charnego barriobajero, desarraigado y ladrón de motos (el Pijoaparte), termina como una formidable sátira y encarnación del tiempo en que transcurre esa breve, intensa y, lógicamente, calamitosa relación pasional.

La obra obtuvo el premio Biblioteca Breve en 1965, y uno de sus mentores, un barbilampiño Mario Vargas Llosa, exponente del inigualable e inalcanzable "boom" literario iberoamericano, leyó "Últimas tardes con Teresa" y tuvo la impresión de asistir a los minuciosos e implacables preparativos de un suicidio que está cien veces a punto de culminar en una hecatombe grotesca y que siempre se frustra en el último instante por la intervención de esa oscura fuerza incontrolable y espontánea que anima la palabra y comunica la verdad y la vida a todo lo que toca, incluso a la mentira y a la muerte, y que constituye la más alta y misteriosa facultad humana: el poder de creación. La poderosa creación de Juan Marsé que para sesudos críticos medipensionistas está escribiendo siempre la misma novela. Como sostiene el crítico y colega Marcos Ordóñez, Juan Marsé es un escritor impresionista, lírico, hay una naturalidad muy trabajada pero que no es real, o nunca real y siempre verdadero.

Juan Marsé no había releído "Últimas tardes con Teresa" desde que corrigiera las pruebas en el invierno de 1965. Al maestro lo que más le gusta es corregir y recordar imágenes imborrables. Porque "Últimas tardes con Teresa" es un placer estético, de todos los sentidos. Imágenes como las de Teresa en su jardín de San Gervasio, avanzando hacia Manolo "Pijoaparte" con el pañuelo rojo asomando por el bolsillo de su gabardina blanca y con una temblorosa disposición musical en las piernas, evoca Marsé. O al Cardenal sentado en su sillón de mimbres color naranja, con su raído batín y su bastón, decoroso y pulcro, espiando la vida efímera de un músculo dorsal del "pijoaparte" murciano. Más imágenes que le vienen a Marsé: Manolo-niño pasmado en el bosque ante la hija de los Moreau, intentando asir en el pijama de seda de la niña la engañosa luz de la luna, la falsa cita con el futuro.

Hasta la mitad de la novela, en esa especie de santuario del amor en ruinas que era la habitación de Maruja en la clínica, Teresa y Manolo habían pasado la mayor parte del tiempo sentados en las butacas del saloncito contiguo, hablando de la amiga enferma y mirando revistas, con largos silencios (rasgados de tarde en tarde por el fulgor de una mirada furtiva), y sólo al atardecer se consideraban libres para irse. Manolo se mostraba prudente y reservado, en todo dejaba que ella decidiera; el sol ígneo de la decisión y la osadía aún no brillaba con todo su esplendor en el cielo pijoapartesco. A veces era la enfermera Dina, con su sonrisa misteriosa tras la que se pudrían oscuras flores románticas, la que sumergía sus cuerpos encantados en el baño tibio y verde de un indecible trópico: "¡Vaya juventud! Si yo estuviera en vuestro lugar, de vacaciones y teniendo coche, en vez de venir aquí a pasar calor y a no hacer nada, no disimuléis, pues yo en vez de perder el tiempo me iría a Sitges. Y dicen los mediopensionistas de la crítica que Marsé escribe siempre la misma novela. Si le leyeran comprobarían que el mejor castellano que se escribe en España y en Cataluña es el de J. M.

Imágenes teresianas

Siguiendo con las imágenes teresianas que invaden la memoria de Juan Marsé, al principio Teresa le llevaba al Carmelo en su coche, y acostumbraban parar en algún bar para tomar un refresco. Luego navegaron un poco a la deriva por las Ramblas y el barrio chino, la universitaria escoraba por el lado izquierdo, tendía naturalmente hacia la calle Escudillers y ciertos fondos populosos y heterogéneos. La aventura no tenía aún lugar, pero se podían ya enumerar toda una serie de lances amorosos de la sangre, de pequeñas emociones unilaterales que oscilaban de un cuerpo a otro. Marsé recuerda también a Maruja remontando el Carmelo con su abriguito a cuadros y su pobre paraguas, deliciosamente emputecida. O el despertar de Manolo ante las cofias y los delantales de la criada en el cuarto de Maruja. Teresa extraviada en el salón de baile dominguero, entre tufos de sobaco, pellizcos en las nalgas y zancadillas a su frágil mito de solidaridad. Y al "pijoaparte" murciano tendiendo la mano a Teresa por encima del charco enfangando que les separa en el cementerio, bajo la lluvia que amenaza inundar su isla estival y mítica, intangible. Y la tenaz mirada glauca de la Jeringa, acurrucada en la ceniza del último capítulo del libro como un insecto maligno y vengativo.

Juan Marsé era casi un crío cuando empezó a trabajar en un taller de joyería, pero volaba demasiado alto para ser encorsetado en una clasificación. Desde sus primeras novelas se supo que era uno de los novelistas más potentes de la literatura española, con un talento innato para la narración forjado en un trabajo férreo. Dicen sus amigos que se formó en un cine de barrio y es muy posible. Las aventis (esas historias inventadas a partir de hechos reales o procedentes de la memoria popular), son otra parte importante de su biografía. Muchas de las aventis que se contaban los chicos del barrio tenían su origen en la Guerra Civil. La misma vida de Marsé parece una aventis, cuando la explica o cuando la cuentan sus amigos. La dura posguerra, la infancia, el cine, las aventis, han conformado ese territorio tan personal de Marsé, que se incardina en los antiguos barrios de la Salut, el Carmelo, el Guinardó y Gracia, con alguna incursión en el Ensanche, la Barcelona derrotada. Por ahí se mueven personajes fascinantes, de clase baja, burgueses decadentes, jóvenes izquierdistas, exiliados, pilotos de la RAF, revolucionarios, xarnegos (inmigrantes), algún policía enamorado...

Una calurosa noche de junio de 1956, verbena de San Juan, el llamado "Pijoaparte" surgió de las sombras de su barrio vestido con un flamante traje de verano color canela. Descendió caminando por la carretera del Carmelo hasta la plaza Sanllehy, saltó sobre la primera motocicleta que vio estacionada y que ofrecía ciertas garantías de impunidad y se lanzó a toda velocidad por las calles hacia Montjuich. Quinientas páginas después, Manolo bajó los ojos un instante, tocado; y allí aquella noche como ésta aquí, contestó con fervor: "Es mi novia" ante alguien que sonrió incrédulo, mirándole burlonamente, casi con pena. "Pijoaparte" sospechó ya entonces que lo más humillante, lo más desconsolador y doloroso no sería el ir a parar algún día a la cárcel o el tener que renunciar a Teresa, sino la brutal convicción de que a él nadie, ni aún los que le habían visto besar a Teresa con la mayor ternura, podría tomarle nunca en serio ni creerle capaz de haberla amado de verdad.Quizá por eso se entregaba sin resistencia, juntando instintivamente, como un ciego, las muñecas. Una hora después, en la comisaría de Horta, se enteró de que había una orden de detención contra él. Hortensia, flor sin aroma, le había denunciado.

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