15è. aniversari (1999 - 2014)
 
 

Documentació

José Agustín

Article publicat al diari "ABC" el 05/04/09 per J.J. Armas Marcelo

Me pregunto una vez más por qué algunos enanos niegan la verdad. Tengo muchas alegrías para no morir, pero una de las más fuertes razones que tengo para no morir es el temor a que algún enano falaz, desleal e impreciso escriba mi necrológica, antes incluso de que el diablo sepa que he muerto. Cada vez que muere alguien de respeto, sea amigo o enemigo, el enano lo celebra con un obituario matutino que nunca dice la verdad del muerto. La de José Agustín Goytisolo decía que su muerte había sido accidental; que se había caído de una ventana mientras la arreglaba. La infamia, la mentira y la miseria moral casan mal con la misericordia y, por lo menos al final, se requiere un principio estético que tiene que ver con la ética de la que alardean tantos miserables: hay que decir la verdad y no escribir una canallada.

Releo la Poesía completa (Lumen) de José Agustín Goytisolo y, al menos en cierto sentido, me reconcilio con él y sus anhelos de ser considerado un poeta mayor, como los demás de Barcelona y el 50. Como Barral, Claudio Rodríguez, Valente, Gil de Biedma, Caballero Bonald o Ángel González. No lo consiguió, pero su obra está ahí, popular, legible y leída.

Era simpático con los suyos y vil con los adversarios. Fumaba y bebía sin parar, y hablaba mal de casi todo el mundo con una lengua de señorito genético, maleducado en el mimo. Una broma mala y homófoba que repetía siempre: «¿Dónde mora usted? No, señora, se equivoca, la mora es mi hermano». La dipsomanía lo volvió histérico, desaprensivo y violento. Se peleaba incluso con sus amigos. Conmigo lo intentó una noche, ante cientos de personas, en el restaurante Siete Puertas de Barcelona. Tuve que rechazarlo con un puñetazo «profesional». Limpio y definitivo. Al mentón. Salió de ahí al hospital, por una lipotimia, y a las tres y media de esa noche (hora elegida por los poetas infames para llamar por teléfono y mentir como bellacos) habló con Barral. Le dijo que nos habíamos peleado hablando de política. Mentira. Estaba completamente borracho y hacía en la mesa el papel del payaso pésimo, el del niño desobediente y el del señorito catalán de izquierdas. Todo simultáneamente.

Antes de esa pelea inevitable, habíamos viajado juntos por América. Asistimos a congresos de escritores borrachos; desayunamos juntos con resacas de mil pares de huevos fritos; nos reíamos juntos en cientos de ocasiones y de las mismas estupideces. En cierta medida, fuimos cómplices. Pero cuando hablábamos de su poesía (y de la del 50), le daba mi opinión a la cara: no era más que un poeta popular, nada más y nada menos (le decía), nada culto, nada místico, poco lírico. Un poeta, en fin, que le caía bien a los amigos poetas y por eso estaba dentro del cielo: un compañero en el carro de fuego y de la gloria. Salmos al viento (1956) y Bajo tolerancia (1973) son -para mí- sus libros esenciales. Pero sufría mucho en vida. Hacía chistes graves de los demás poetas de su generación (muchos también sobre Valente cuando, peligrosamente, es su espejo en ciertos poemas sobre sus hijas respectivas) y sobre otros muchos.

Era «simpáticamente» inconsecuente en su ideología (bien que comprometida en sus poemas) y en su vida «caviar». Decir lo contrario, lo diga algún enano o cualquier otro papelajo, será mentir. Eso sí, llamaba la atención, era un seductor a las primeras de cambio, un niño grande matoncillo y amable, con un humor verbal vitriólico y desalmado. Y eso también, amigo de sus amigos, aunque no de todos. Barral sentía por él predilección. Y lo protegía. Un vez, en Granada, Claudio Rodríguez y José Agustín se bebieron todos los bares y neveras de habitación de hotel. Al final, como ya no tenían ningún trago, se pusieron a pelear a puñetazos. Fue un escándalo «poético» más, nada extraordinario entre los del 50. Así se querían, se amaban y se volvían a encontrar. Muchos cuentos de José Agustín los reservo para mis memorias. Añadiré aquí (y no como asunto menos importante, sino todo lo contrario) que el trabajo de Carme Riera y Ramón García Mateos con esta edición es impagable e impecable. Mi enhorabuena.

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