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Barcelona dadá
Para nuestra ciudad, la I Guerra Mundial fue algo más que el gran momento de la industria local. En aquellos años, las neutrales Zúrich y Barcelona se convirtieron en refugio de artistas que huían de la guerra. Así, en 1916 llegaron los dadaístas a ambas capitales. El grupo suizo -encabezado por Jean Arp y Tristan Tzara- fundó la revista Cabaret Voltaire, que dio nombre a la famosa sala que Hugo Ball y su mujer Emmy Hennings abrieron junto al domicilio de un exiliado ruso llamado Lenin. Al mismo tiempo, el grupo barcelonés fundaba la revista 391, mientras La Criolla de la calle del Cid era un lejano eco -autóctono y cañí- del famoso cabaret transalpino.
Mientras media Europa caía en las trincheras, esta panda se reunía en interminables tertulias en los cafés de La Rambla, frecuentaba los tugurios del Barrio Chino o visitaba la galería Dalmau, convertida en cuartel general de las más rabiosas tendencias. El suizo de origen irlandés Arthur Cravan -sobrino de Oscar Wilde- había llegado a finales de 1915, junto a su mujer y su hermano, para hacer un ridículo espantoso al enfrentarse al campeón mundial de boxeo Jack Johnson en la sala Price, hasta desplomarse desmayado en la lona entre los silbidos y las protestas del respetable. Poco después llegaba el grueso del grupo, con Francis Picabia a la cabeza, que se instaló aquí con su mujer, Gabrielle Buffet, y su secretario, Max Goth.
Gracias a la relación con Picabia, aterrizaba el poeta futurista Ricciotto Canudo, famoso por ser el primero en llamar "séptimo arte" al cine, acompañado de la voluptuosa Valentine de Saint Point, autora del Manifiesto de la mujer futurista y del Manifiesto futurista de la lujuria. Más tarde se dejarían caer la pintora Marie Laurencin, que había dejado la tormentosa relación que mantenía con Guillaume Apollinaire y se había casado con el dipsómano y germánico barón Otto von Wätjen, así como el cubista Albert Gleizes, recién licenciado del ejército francés, y los pintores Sonia y Robert Delaunay, que fueron a instalarse en el hotel Peninsular de la calle de Sant Pau.
Aunque no dejaron ninguna huella visible en la ciudad, lo cierto es que esos pocos años de estancia pusieron a Barcelona en el mapa del arte moderno, potenciando la afición local por el arte de vanguardia. Prueba de ello es Cabaret Voltaire, el espectáculo que -hasta el 15 de este mes- puede verse en el Espai Brossa. Un montaje donde la veterana compañía Kaddish -tomando como punto de partida la exposición itinerante Intensitats- ha recuperado textos de Tristan Tzara, Emmy Hennings y Marcel Janco para mostrar a las nuevas generaciones el espíritu de aquellas veladas, donde la provocación, el absurdo y la burla más feroz se combinaban hasta dejar al público completamente noqueado.
Siguiendo la tesis de Grail Marcus -que unía el dadaísmo con el situacionismo y el punk-, el montaje de Xavier Giménez Casas y los cinco actores de Kaddish actualiza alguno de los clásicos de aquel movimiento, como los Pastorets de Hugo Ball y la famosa Ursonate de Kurt Schwitters, el poema fonético más famoso de la historia, que, a pesar de interpretarse en su totalidad, dura aproximadamente la mitad que el original. Algo que también tiene su punto de transgresión en una ciudad que cuenta con destacados especialistas en recitar esta pieza.
Los espectadores salen del Brossa rugiendo o riendo. Para algunos es un espectáculo inaguantable, para otros sublime, para los más hilarante. A casi un siglo de distancia, las viejas bufonadas de los dadaístas siguen sin dejar indiferente a nadie. Aunque uno tiene la sensación de que algo familiar ha regresado a los escenarios barceloneses
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