Documentació
Josep Pla: la boina y una colilla en la boca
Este hombre neopositivista, observador, egoísta, socarrón y degustador de los placeres a mano fue admirado por los que amaban la lengua catalana escrita de una forma moderna y nunca perdonado por los que no olvidaban su pasado franquista
Después de la lenta ceremonia de liarse el pitillo de picadura selecta, de pegarlo con la lengua y de darle dos caladas, Josep Pla, entornando el ojo ahumado, le dijo a un joven anarquista: "Oiga, la naturaleza está llena de terremotos, de tempestades e inundaciones y encima de tanto cataclismo ¿además quiere usted hacer la revolución?".
Tenía un concepto ruinoso de la existencia humana y de la historia, no muy diferente de la opinión que le merece a un agricultor el granizo o la sequía
Josep Pla ha conseguido esa clase de inmortalidad reservada a los escritores privilegiados: la de convertirse sin ser leído en una fuente inagotable de anécdotas. Tenía un diseño propio. La boina, la colilla en los labios, la ceniza en la solapa de la chaqueta oscura de payés endomingado, una risa sardónica que le dejaba los ojos convertidos en dos rayas luminosas sobre los anchos pómulos de mongol, la gabardina doblada en el antebrazo y un número indefinido de chascarrillos. A esta silueta hay que agregar su leyenda de espía franquista un poco zarrapastroso, ciertas veleidades de contrabandista, los amores secretos y su fama de buen cliente prostibulario, aparte del lío mental que se armó en política debido al miedo irracional de pequeño propietario. Josep Pla temía que los desheredados entraran un día blandiendo la hoz en sus tierras de Llofriu, en el término de Palafrugell y se las expropiaran en nombre de la justicia universal. Tenía un concepto ruinoso de la existencia humana y de la historia, no muy diferente de la opinión que le merece a un agricultor el granizo o la sequía. Este desastre moral sólo podía salvarse si ese año había una gran cosecha, ya fuera de legumbres o de cereal o en su defecto con sucesivas descargas de un humor sarcástico. Así se limitó a describir la vida que vio pasar ante sus ojos de forma ondulante.
Josep Pla se creía físicamente fabricado con buena madera. Presumía de haber nacido de una madre limpia y autoritaria, la señora María, que guisaba unos pucheros inenarrables y ponía orden en las cosas; en cambio su padre, el señor Antoni, con la cabeza llena de falsos proyectos mercantiles estuvo a punto de arruinar la pequeña fortuna que su mujer había heredado de un hermanastro que se hizo rico en América. Si en lugar de meterse en negocios se hubiera quedado quieto en la tertulia del café de Palafrugell, sin duda, la herencia familiar se habría acrecentado. Pese a todo al escritor le quedó una masía en Llofriu, rodeada de unas hectáreas de trigo, almendros y algo de ganado. El orden natural consiste en la estabilidad de la moneda y tener las escrituras de propiedad en el cajón de la cómoda.
Josep Pla estudió la carrera de Derecho en Barcelona en los alrededores de la gripe de 1918. Quemó infinitas tardes en la tertulia del Ateneo, famosa por una socarronería intelectual propia de la época, entre el noucentisme y la escudella i carn d'olla. El joven ampurdanés apartó a ella las salidas de payés enloquecido después de una tramontana. Allí reinaban tres vacas sagradas, Eugeni d'Ors, Joan de Sagarra y Francesc Pujols, un filósofo atrabiliario, lleno de humor ácido, pero fue Quim Borralleras, el alma influyente de aquel cotarro, quien se percató del talento de Pla y le animó a que se fuera a París de corresponsal del diario La Publicidad. Pla se convirtió en periodista. ¡Por qué me metería yo en esta amarga profesión!, diría después. No podía quejarse. Se paseó por la Europa de entreguerras hecho a medias un payés golfo y dandi. Se supone que lo supo todo de primera mano. En París se estaba elaborando aún el Tratado de Versalles. Se paseó por Rusia cuando la Revolución. Había presenciado la Marcha de Mussolini sobre Roma. Vivió la inflación en Alemania. "Yo probablemente tengo una vaga disposición para escribir las cosas que he visto. Mi vocación más visible es ésta". Fue su primer libro, Coses vistes. Su juego literario consistía, a la manera de Heine, en rebajar las ideas sublimes con palabras vulgares y en elevar las pequeñas cosas humildes con frases trascendentes. Así lo hacían Julio Camba y Pío Baroja, que también aborrecían las filigranas.
La primera novia secreta, Aly Herscovitz, la encontró en Berlín cuando un dólar costaba trescientos millones de marcos y la relación no duró más allá de la estabilización de la moneda. Aly era judía. Fumaba sin parar cigarrillos Muratti, murió gaseada en el Holocausto. Después llegaría la noruega Adi Enberg, a la que conoció en París, alrededor de 1925, y convivió con ella hasta el final de la Guerra Civil. Era muy limpia, agradable, eficiente y poco agitada, se cuidaba de las cosas prácticas y le resolvía todos los problemas, excepto los deberes domésticos, cosa que exasperaba al escritor. Esta mujer, secretaria del cónsul de su país, metió a Pla en un asunto de espionaje franquista en Marsella cuando los dos huyeron de Barcelona al iniciarse la guerra.
De Marsella a Biarritz, a San Sebastián, a Burgos y de allí a Barcelona empotrado con las tropas franquistas. Josep Pla seguía siendo un periodista. Soñaba con sustituir a Manuel Aznar en la dirección del diario La Vanguardia pero se cruzaron algunos puñales y Pla resultó ser un vencedor vencido. Dio por terminada su vida agitada y se retiró a vivir en la Costa Brava, primero unos años en L'Escala y después en su masía de Llofriu, donde empezó a rumiarse por dentro hasta convertirse en un escritor que aceptaba vestirse con los trajes usados de su editor Vergés. Durante estos años compartió su labor de hormiga literaria con un amor secreto de una mujer misteriosa, Aurora, sacada, tal vez, de un prostíbulo, que le llenó de erotismo hasta los últimos años de su vejez. Cuando ella emigró con su marido a Argentina le siguió escribiendo cartas obsesivas y le hizo innumerables homenajes con el vicio solitario y la imaginación. Otra mujer, Consuelo, con la que tuvo relaciones intermitentes, criada o ama de llaves, fue su último remedio de la concupiscencia. Amores domésticos, algo ratoneros.
De pronto el periodista sumergido en el Ampurdá renació como escritor con la publicación del Quardern gris, un dietario de juventud reelaborado ahora a los 63 años, primer tomo de sus obras completas. Dos hechos contribuyeron a que Josep Pla fuera conocido por el gran público: un artículo en Destino con la descripción minuciosa del infarto de miocardio que sufrió en la madrugada del 18 de agosto de 1972 y la entrevista A fondo que le hizo Soler Serrano en Televisión Española. De pronto un escritor que en catalán y en castellano había publicado casi treinta mil páginas emergió a la superficie, los primeros peregrinos comenzaron a visitarlo en su masía de Llofriu, atrincherado bajo la gran campana de la chimenea y cada uno volvía rememorando cualquiera de sus salidas socarronas, irónicas sobre la vida, unas verdaderas, otras imaginarias. Por la tarde estaba ciego de whisky. "La orina del whisky no tiene rival. Clara, rápida, fácil y color de paja", decía.
Este hombre neopositivista, observador, egoísta, socarrón y degustador de los placeres a mano fue admirado por los que amaban la lengua catalana escrita de una forma moderna y nunca perdonado por los que no olvidaban su pasado franquista. Le fueron negados todos los premios. Por su parte él rechazó todos los homenajes, porque no estaba dispuesto a romper su diseño exterior, un pequeño propietario rural con boina y colilla en la boca. Y al final de su vida logró que le asistiera de fámulo un monje del monasterio de Poblet. Fue el que roció su féretro con agua bendita y despidió al escritor la tarde del 23 de abril de 1981 con un salmo en catalán del profeta Isaías. En el cementerio de Llofriu, al fondo según se entra, está su tumba.
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