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Documentació

La tristeza del mundo

Article publicat a “La Vanguardia” el 03 /11/04 per Julià Guillamon

Desde que se dio a conocer, en 1971, con la novela Els Lluïsos, Jordi Coca (Barcelona, 1947) ha configurado un extenso corpus novelístico, sólo comparable, entre los escritores de su generación, al de Robert Saladrigas. Como Saladrigas, Coca parte de un recuerdo personal (sus primeros libros son novelas de formación que recrean las sensaciones y experiencias de adolescencia y juventud) para compartirse y bifurcarse en una serie de relatos protagonizados por un personaje que se les parece. En sus primeros libros, Coca experimenta, juega con la dualidad, inventa gemelos, desarrolla estilos complementarios, y deja que el lector viva en la tensión del yo escindido. Desde Mal de lluna (1988) y La japonesa (1992), adopta un tono narrativo, de amplísimos matices opacos, que pasa de una novela a otra, en sucesivas trasposiciones de su personalidad. En este tono escribe una fábula sobre una China metaliteraria (L'emperador), una novela autobiográfica (Sota la pols), o un relato, Lena, en el que un personaje que es Coca y no es Coca vive una extraña historia de amor en una Suecia de desencajada cartografía. Tomadas de una en una, estas novelas gustarán más o menos, pero en su conjunto suponen una de las más determinadas y profundas exploraciones de la contemporaneidad que se han dado entre nosotros.

Desde su refugio de Rabós d'Empordà, Coca ha convertido sus obsesiones personales en una inagotable manantial de novelas que, a diferencia de lo que sucede con otros escritores, no aspiran a abarcar todos los registros, sino que se articulan en torno a un eje central, como el rampojo de la uva. El chaval del Clot, el profesor de teatro y el parado de larga duración comparten muchas más cosas de lo que se podría creer a primera vista. Entre Lena (2002) y Cara d'àngel hay grandes coincidencias (una sexualidad aberrante que lleva a la sumisión o a la violencia). Pero esas mismas imágenes descarnadas y sucias aparecían ya en Iadwiga, que es de 1976. Se podría decir que la obra de Coca se ha desarrollado en una serie de variaciones existenciales, en ambientes que se comunican a través de las percepciones de los personajes.

Cara d'àngel está construida a partir de un narrador huidizo y cambiante. Hace poco ha perdido madre y empleo, y se desliza en la abyección, lentamente (como los niños que en el tobogán frenan con los pies para controlar la caída). Malgasta el tiempo, pasa una tarde en un cine porno y frecuenta un peepshow del Paral·lel, donde descubre a una chica, que representa la inocencia y la pureza. La novela atraviesa el espacio vacío, entre el encuentro con la joven Cris en el peepshow, hasta la cita convenida, en la que el protagonista ha depositado las esperanzas de una posible redención. Coca construye el relato en este vacío de acontecimientos, moldeado en un vacío moral. La baja emotividad de la novela no es fruto de la asepsia. Coca enjuicia continuamente lo que sucede. Expresa a las claras la repulsión, el asco y el morbo. Tan a las claras, que a veces el lector siente que el narrador invade su terreno.

¿Qué realidad se esconde detrás de esta extraña novela? ¿Qué tiene de pose? ¿Qué de experiencia auténtica y terminal? Desde hace años veo a Coca y Miquel Bauçà como una inseparable pareja literaria. Cara d'àngel toca muchos de los temas de Bauçà (la convivencia con las mujeres, las relaciones con los vecinos), los ambientes sórdidos de la prostitución son los que aparecen también en Carrer Marsala. Algunos aspectos del comportamiento del protagonista recuerdan los brotes paranoides del autor de El Canvi. Lo que en Bauçà es un viaje sin retorno, en Coca da lugar a una elaborada construcción, basada en un efecto pantalla, como cuando Saladrigas se transfigura en dibujante o aviador. Resulta interesante comparar la descripción que hace Coca del peepshow en las primeras páginas de Cara d'àngel y la de Ponç Puigdevall en el cuento Reconstrucció de Era un secret. En Puigdevall la literatura y la vida se confunden y nos arrastran a abismos peligrosos. Mientras que Coca y Saladrigas son compositores de mundos inquietantes, pero asegurados, en los que se desarrolla ejemplarmente una aventura moral, que en Saladrigas acostumbra a ofrecer una posibilidad de mejora, y en Coca conduce, a lo más, a una resignada supervivencia.

Los personajes de Coca se ahogan en el aire de sus propias reflexiones. Para decirlo con palabras de Witold Gombrowicz, miden la importancia de una vivencia con la intensidad de una conciencia, esforzada hasta el límite. Dice Gombrowicz: “L'home, doncs, dins de la seva realitat privada, ¿no és una cosa infantil que està per sota del nivell de la seva consciència... una consciència que tanmateix percep com a element estrany, imposat i poc important? Si fos així, aquesta infantesa amagada, aquesta degradació secreta, podria fer, tard o d'hora, que petessin els vostres sistemes”.

Quizás toda la tensión que se acumula en la obra más reciente de Jordi Coca cabe en este enunciado. La incapacidad del hombre de liberar la carga subversiva de su inocencia convierte a sus principales personajes –el autista, el niño de posguerra, el ingenuo profesor– en seres torturados e incompletos que encarnan la tristeza y el dolor del mundo.

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