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Documentació

El viajero que huye

Article publicat a “El País” el 22/12/2007 per Juan Cruz

Su hijo Daniel describe a Manuel Vázquez Montalbán como "el hombre de las palabras certeras" y los amigos recuerdan sus cómodos silencios. Su poesía completa se publicará en 2008.

Y de qué huía Manuel Vázquez Montalbán? ¿Esa actividad frenética adónde le llevaba, de dónde le nacía? ¿De dónde le venía la rapidez? ¿Y el humor, y el conocimiento?

Anna Sellés, su mujer, cree que Manolo huía del tiempo, y de la enfermedad, de la tremenda impresión que le causó la larga agonía de su madre, Rosa, muerta en 1988, a los 72 años, una agonía que duró desde que tenía 59. Cuando él mismo cumplió 50, ya puso por delante de su vida la tragedia de la edad, y Anna se enfureció: "¡Si aún estábamos llenos de vida!". Y luego se enfureció él, cuando llegó a casa abatido por la muerte de su amigo Terenci Moix, fallecido en abril de 2003, unos meses antes de que el viajero Montalbán cayera en Bangkok, a los 64 años; Terenci no se cuidaba, fumaba como un carretero, "se ha suicidado". Anna se lo dijo con todas las letras: "Pues tú vas por el mismo camino". Entonces él fue quien se enfureció.

Veía la muerte cerca y lejos. Su padre, Evaristo, murió a los 93 años, era de la estirpe de los que duraban mucho, pero él, Manolo, creía que era de la estirpe de Rosa, y se preparó, aunque no lo dijera, para una desaparición temprana, aterrado, íntimamente por la evidencia de la agonía de su madre.

Era íntimo, un hombre herido de timidez; su hijo Daniel, que nació hace 41 años, cuando la pareja arañaba la peseta con trabajos de supervivencia, recuerda, sin embargo, a un padre pletórico que cantaba canciones de rock por los caminos de Grecia, gritando, eufórico, en medio del calor del verano mediterráneo, "¡viva España!", antes o después de discutir de política con Anna.

Premonitorio como muchos poetas, anunció esa muerte tan temida en un poema incluido en su libro Pero el viajero que huye, que publicó en 1990, trece años antes de que el azar con el que actuaba su corazón maltrecho le hiciera sucumbir al pie de las escaleras mecánicas del aeropuerto de Bangkok. Y él, que había escrito Los pájaros de Bangkok, había descrito la premonición de ese instante que ya convirtió sus versos en un epitafio: "El cartero ha traído el Bangkok Post / el Thailand Travel / una carta sellada / la muerte de un ser querido / para la muchacha de mi american breakfast cada mañana / aunque he pedido mi carta no estaba / o me la han dado compasivos / con el extranjero que espera vida o muerte / ignorado en un rincón de Asia / el cartero nunca llama dos veces / viaja en una Yamaha y sonríe en la ignorancia / de que la distancia / permite a la memoria cumplir nuestros deseos".

El viajero que huye se había preparado para el viaje como siempre hacía, como si se fuera a comer el mundo..., con una diferencia esta vez. A Anna le dijo, antes de ir: "No creas, me está dando un poco de pereza". Eso era insólito: pereza y Manolo eran dos palabras que no casaban, pero tenía pereza.

Después de grandes esfuerzos, la edad le convocaba a ciertos descansos, en los que le apetecía no hacer nada, excepto el compromiso semanal con EL PAÍS y algunas otras subsistencias. Pero abandonaba proyectos, libros, novelas, y se iba a su casa en el campo, o se iba a la playa, y luego regresaba como si se hubiera reparado. Hacía curas de adelgazamiento, se rapaba el pelo, buscaba algún signo externo que le devolviera en el espejo la señal de que volvía siendo otro.

Habían estado en Oriente Próximo algún tiempo antes, y él había estado en México, en la Feria del Libro, y tras esos viajes sucesivos alguna señal hubo de que el viajero que huye necesitaba una reparación mayor, pero él siguió y siguió como si la vida le fluyera por ello. Vivía como hablaba, o mejor, como escribía. Con rapidez y profundidad; su hijo le recuerda como "el hombre de las palabras certeras", y sus amigos le recuerdan como un hombre de cómodos silencios.

Su timidez no cortaba, sino que animaba a contar; una vez que superaba los primeros instantes de silencio, se convertía en un conversador incansable que parecía tener en su interior una maquinita que le fuera dictando lo que tenía que decir.

Sus proyectos eran los de una gran productora de ideas: te llamaba para ofrecerte un libro sobre el cambio de política en España, y cuando ya el editor había dicho que sí, el libro estaba casi hecho; pero no tenía negros, él era el negro de sí mismo; concertaba citas sucesivas como si la gente se le fuera a escapar; decidía que debía cubrir la visita del Papa a La Habana y buscaba un leitmotiv que convertía su trabajo en una narración en la que a él le iba la vida; o decidía que el subcomandante Marcos no sólo requería un tratamiento narrativo de nivel superior sino que además merecía cariño y que entonces había que llevarle chorizos y otros productos de su tierra.

Un día me dijo que él escribía tanto y tan rápido porque temía perder el empleo. Ya tenía muchos, y era acaso el más valorado de los periodistas y escritores españoles, pero seguía teniendo en su memoria la imagen de la penuria, la de sus padres acosados por el franquismo, y la suya ofendida por el hambre.

El milagro de su paso de la penuria a cierta comodidad vital lo hizo la revista Triunfo; Anna lo recuerda: los dos estaban en la playa, con Daniel, y recibieron en el verano de 1969 una llamada de César Alonso de los Ríos, uno de los redactores jefes de la revista mítica del antifranquismo. Le pedía que enviara la serie cuyo proyecto había presentado tiempo antes. Fue Crónica sentimental de España. Lo leyeron, recuerda José Ángel Ezcurra, el director de la revista, y era "una obra maestra", que levantó a Triunfo de una muerte probable. Y situó a Manolo en la primera división del periodismo español. Le presentaron así: "Manuel Vázquez Montalbán tiene tan sólo treinta años, cuatro libros y una novela en preparación...".

A partir de entonces fluyeron novelas, premios (y castigos), nuevas crónicas, y podía pensarse que un nuevo Manolo, fatuo como tantos de sus compañeros, podía entrar en escena; no fue así, sino al contrario. Manolo se hizo generoso y franco, ayudó a jóvenes desconocidos y nunca puso antes el precio que el sí.

Víctor Márquez Reviriego, el otro redactor jefe de Triunfo, lo recuerda luego con esa timidez intacta, y con la misma preocupación por el futuro de los que tenía alrededor. "Veías", dice Víctor, "que era una persona que estaba muy dentro pero que no se ocultaba; era verdadero, no decepcionaba nunca. Era un artista en hacer saltar las costuras. Se ganó la libertad, la ensanchó". Ezcurra: "Era certero, tenía razón, era apabullante: le escuchabas hablar, después de que rompiera su silencio que parecía la piel de un tímido, y era apabullante". Un hombre equipado "con la frase exacta". Daniel tiene la misma impresión, y es la del hijo: "Un día le fui a ver. No sabía qué hacer, a los treinta años. Estaba apabullado. Y él me dijo: 'Te apoyaré en todo. Pero déjame hacerte esta pregunta: ¿cómo vas a abandonar lo que no has hecho?".

Era un sentimental. La palabra que fue fetiche de su crónica más celebrada era el adjetivo que mejor le iba, dicen Anna y Daniel. Y dicen Carina Pons y Gloria Gutiérrez, de la Agencia Balcells, que era su segunda casa. "Tímido, despistado, pero el escritor más cumplidor del mundo". Era incapaz de decir que no, y no era sólo porque fuera "amable, delicado, creía que estaba en deuda con el mundo", como dice Anna, sino porque sobre él pesaba aquella memoria de la penuria, cuando cumplir (con los artículos, con los reportajes, con los libros) formaba parte de las reglas de la supervivencia.

Con ese espíritu se fue a la parte de abajo del mundo, a Australia, a Nueva Zelanda, en el otoño de 2003. Anna no fue, ya había estado con él en Oriente Próximo; lo monitorizaba cada día. "Bien, bien", le respondía cada vez que ella le preguntaba, en la noche del otro lado, cómo había ido el día, cómo iba la salud, qué tal fue su cansancio. "Bien, bien". "¿Seguro?". La profesora Lilit Thwaites, de la Universidad de La Trobe, en Melbourne, que le recibió en medio de una gira que él asumió primero con esa pereza que le dijo a Anna pero que luego se convirtió en entusiasmo, se dio cuenta, como otros, de que Manuel estaba bordeando un cansancio que él desmentía con una voluntad que juntaba con sus ganas de viajar, de conocer, de vivir a cualquier costa.

Ella, Lilit, le ofreció su ayuda, y la de sus colegas, le vio agitarse (y respirar trabajosamente) en busca de juguetes para su nieto Daniel, le acompañó a cenas y a almuerzos y a comparecencias públicas, y comprobó que Manuel seguía siendo quien había sido desde que a los 30 años la vida le condujo a la fama sin quitarle nunca la incertidumbre; un día Lilit vio en la habitación de Manuel una apabullante colección de pastillas, aunque él sólo se quejaba de un insistente dolor de espalda, y ahí, más que en sus palabras, ella comprobó que también al escritor le acechaba una enfermedad que luego sería la que aceleró su pulso, su corazón y su muerte, el 18 de octubre de 2003.

Su gran preocupación, la de siempre, la que decía en privado, la que conocía Anna, era la misma que signó su preocupación cotidiana, la que le hizo escribir a velocidades endiabladas, a cumplir religiosamente con cualquier compromiso, incluido éste de Australia y Nueva Zelanda, "no dejar nunca desamparados a los suyos"; viajaba por curiosidad, su cerebro no paraba, se entusiasmaba con los sitios y con la gente, rumiaba desde muy joven, dice Anna, los temas que iban a ser los temas de su vida, y tenía en su memoria (privilegiada) como una especie de cuaderno de bitácora en el que se fijaba para ir cumpliendo.

Cumpliendo, cumpliendo, con esa espada de Damocles que finalmente cayó sobre su respiración y sobre su rostro cansado un día aciago de Bangkok, cuando (las casualidades de Manolo) la ciudad en la que había soñado estaba colapsada por la visita del presidente Bush... Recuperar su cadáver de la tremenda maraña administrativa tailandesa fue cosa de Carmen Balcells, su agente, su amiga y su confidente. Anna descubrió en un poema, ése de Pero el viajero que huye, la tremenda premonición de Manuel, su muerte en Bangkok. El día de su entierro civil en Barcelona ella hizo que el poema se leyera ante los amigos que despedían al viajero; a mi lado estaba Joan Manuel Serrat, llorando, y estaba Juan Marsé, ensimismado. Se había acabado la historia para un hombre que fue quien venía y quien huía, riendo a veces, entristecido, y que había muerto "ignorado en un rincón de Asia".

Después de ese entierro estuve con Carmen Balcells, en la casa de ésta. Ella había colocado una gran fotografía, Manolo subido a una escalera, caminando por los peldaños. En un momento dado, Carmen levantó la mano y le hizo el gesto del adiós. Fue un instante que se parecía a la emoción con la que le despidió la gente que sabía que Manolo Vázquez Montalbán era, mucho más que todo lo que fue, un sentimental, el viajero que huye.

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