Documentació
El reino de Gràcia
Tras un primer acto dominado por el trasiego escénico, el montaje de Toni Casares de La plaça del Diamant despega como un cohete. La obra de Mercè Rodoreda acaba tan bien y tan mal como una comedia de Shakespeare
La plaça del Diamant, el clásico de Mercé Rodoreda, está llamado a ser (ya está siendo) uno de los exitazos del TNC. Un espectáculo con nobilísima vocación popular, ambicioso, de alto vuelo emotivo. Un gran empeño del Nacional catalán; de su adaptador, Benet i Jornet, que firma casi un epic de 200 páginas; de su amplísimo elenco (30 actores), y de su joven director, Toni Casares, que levanta y mueve todo el tinglado. El montaje tiene serios problemas en su primera parte, una hora y media que se hace cansina, aburrida. Curiosamente, se trata de escenas muy cortas, casi minimalistas, pero devoradas por el trasiego escenográfico. Requerían espacios íntimos y una mirada más cercana, más acotada, y se pierden en los enormes decorados de Jordi Roig: magníficos edificios, calles enteras, interiores cuidados hasta el último detalle, sometidos a demasiados giros, con carras que entran y salen y ralentizan la acción. Tan pronto acaban un parlamento, los actores han de ir zumbando hacia el siguiente espacio. Sobran también, a mi entender, monerías redundantes, como esas siluetas animadas de palomas que una y otra vez se proyectan en el ciclorama. Hay exceso de información (o de fidelidad a la autora), y de voz en off (se diría que colocada para cubrir los cambios, porque la protagonista se dirige al público cuando le peta).
Se romperán las manos con Silvia Bel, esa jabata que sostiene la función (¡cuatro horas en escena!) sobre los hombros
Hay escenas suprimibles (la muerte de la madre, con secundarios de mal teatro de aficionados; algunos encuentros de Quimet y sus amigos), escenas fallidas (la desgalichada proclamación de la República, que se queda un poco en fiesta de la banderita) o dilatadas como un chicle (la boda de los protagonistas) junto a grandes momentos: el elegiaco baile inicial, la madre (¡qué bien está ahí Imma Colomer!) pidiendo que no le pongan zapatos en el ataúd ("si vuelvo no quiero hacer ruido"), la progresiva enajenación de Natalia, la formidable Silvia Bel. Y la bellísima escena en que su amiga Julieta narra su noche con un miliciano en la mansión requisada: es el aria de Anna Sahún, perfecta de emoción, de intensidad y delicadeza. A partir de ahí, el montaje despega como un cohete, y los dos actos siguientes funcionan de maravilla.
En el segundo, estupendamente escrito, medido y puesto, todo se centra y se expande. La guerra es una larga noche desolada, cubierta por una bruma de irrealidad, que recuerda la atmósfera de El reino de Nápoles, de Werner Schroeter. Se siente el frío, omnipresente en los cuerpos y las almas. Y la autoridad rotunda de Mercé Arànega (la señora Enriqueta), entre Emma Penella y Mimí Muñoz y aquella criada fuerte y humilde que sostenía a las hermanas de Gritos y susurros. Y los desgarradores retornos: Quimet (impecable Marc Martínez), vencido por la tuberculosis pero dispuesto a seguir luchando; Cinto (conmovedor David Bages, hasta entonces un tanto pastoret), con su saquito de naranjas para los niños; Mateu (Ernest Villegas, sobrio, convincente), y su amor callado, y su compromiso clavado en una sola frase ("si perdemos, todo esto desaparecerá"). Y el desgarrador mutis de Julieta, servido con un eficacísimo recurso dramático.
El tercer acto narra la difícil vuelta a la vida, a las claudicaciones para seguir adelante, a las pequeñas alegrías: ecos de Eduardo de Filippo y de La señora Miniver, con el empeño de Natalia en casar a su hija (Paula Blanco, un tanto vitonga). Aquí Rodoreda dibuja y Benet perfila un quiebro de notable percepción psicológica, de gran verdad humana: la protagonista acepta al bondadoso y castrado Antoni (Carles Martínez, con el angélico encanto de un joven Raimu), que va a convertirse en el padre de sus hijos y le va a ofrecer una existencia sin sobresaltos, pero siente una atroz nostalgia del pasado, cuando no fue feliz pero fue joven. Quimet era un marido desastroso, golferas, infantil, egoísta; ella se deslomaba llevando la casa, cuidando a los críos y ocupándose del hediondo e inútil palomar, pero él fue su hombre y aquél fue su tiempo, un tiempo en el que, por un momento, las cosas pudieron ser de otra manera, como las soñaba la republicana y apasionada Julieta.
La plaça del Diamant acaba tan bien y tan mal como una comedia de Shakespeare. "My dear, these things are life", como dice la cita de Meredith que abre la novela. Pura vida, destilada por Benet en los detalles significativos, de gran dramaturgo: el baile de Natalia con su yerno, reminiscente de Mateu, su otro amor perdido (y encarnado por el mismo actor); la visita casi onírica a la antigua casa habitada por los fantasmas de preguerra, a los que suplica que la liberen, que la dejen vivir de una vez; el monólogo final de la sabia señora Enriqueta; el agridulce retorno al inútil lecho nupcial.
La plaça del Diamant girará por toda Cataluña y recalará en el Valle-Inclán de Madrid en abril, con subtítulos (olé esa iniciativa, y que no quede ahí). La gira va a venirle de perlas al espectáculo: por la obligada reducción escenográfica y porque permitirá podar y ajustar escenas de la primera parte. Pero que las pegas expuestas no les disuadan: aquí hay mucho que disfrutar y que aplaudir. Se romperán las manos (la dejaba para el final: el último saludo) con Silvia Bel, esa jabata que sostiene la función (¡cuatro horas en escena!) sobre los hombros. Se ha lanzado sobre el personaje de Natalia a dentelladas, y lo ofrece con una completísima panoplia de sentimientos. Salvajemente contradictoria, tal como la quiso su autora. Enjaulada y llena de ilusión (frágil, pero nunca ingenua) en el primer acto; resistente y enloquecida en el segundo, besando a su hijo antes de enviarle al exilio interior, sacudiendo los huevos de las palomas para que los monstruitos se rompan la cabeza contra la cáscara, comprando un litro de salfumán para acabar con todo; salfumán para los niños, salfumán para ella. Y al fin renacida, resignada, amarga, calmada a ratos, irónica y superviviente a ultranza, como tantas de nuestras abuelas, apoyada en una transformación física sin pelucas ni maquillaje, "con la madurez y el dolor instalados para siempre en su rostro", como bien señalaba mi colega Begoña Barrena.
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