Documentació
El lujo escaso de la memoria
Aunque el género memorialístico tiene una relativa presencia en las letras catalanas, la elección de Memòries, de Josep Maria de Sagarra, puede verse como un homenaje a su particular Suetonio. Poeta, novelista, ensayista, traductor y autor teatral, no sólo creyó en los géneros sino que no los confundió.
En el siglo XX y hasta la muerte de Franco -después ya no me atrevo-, la literatura en catalán tenía un déficit y un superávit. El primero estaba en la novela, con sólo dos buques solitarios: Villalonga y Rodoreda. El segundo, en la poesía, con acorazados, balandros, transatlánticos, veleros, fragatas, submarinos y barcas de pesca. Entre ambos, digamos que al margen, se situaba el canon tallado en mármol de D'Ors, la vasta obra de Josep Pla y una figura sola y compleja: Josep Maria de Sagarra. Sola, por su carácter patricio, que se refleja tanto en su imponente aspecto como en su estilo literario, de gran mandarín al que satisface callejear y mezclarse. Compleja porque Sagarra es uno de esos escritores incómodos en su clasificación: poeta, novelista, ensayista, traductor de Shakespeare, memorialista, articulista y, sobre todo, autor teatral. ¿Sobre todo?: he aquí la incomodidad. Poéticamente situó las palabras de la tribu entre la sensualidad del Ecuador, los colores del Trópico -donde nunca habían estado antes- y la luz acuática de la Costa Brava con opulencia metafórica, largo aliento y eco popular. Ensayísticamente, ahí está ese monumento que son sus Memorias, o la impecable delicia de La ruta blava -un libro que nada tiene que envidiar a los viajeros anglosajones-, mientras que teatralmente, me temo que sostuvo, él solo, el moderno teatro catalán -moderno, que no vanguardista- sin perder de vista la tradición, esa costumbre patricia, lo que le valió el fiel aplauso del público. (Si digo me temo es porque soy hombre torpe para el teatro). Si a ello añadimos que era un caballero al que le gustaba pensar por su cuenta en un país propenso a lo maniqueo, ya tenemos la fórmula por la que su incomodidad cristaliza. Quizá sea eso, pues, lo que empuja, cuando se habla de novela catalana, a pensar en Villalonga y Rodoreda y aparcar el potente deportivo Sagarra, sin haberlo estrenado siquiera, cuando él fue el primero. En asunto, en estilo, en sagacidad y, sobre todo, en inteligencia, que es el armazón donde se sostiene cualquier novela que lo sea. Hablo de Vida privada. Porque Sagarra con sólo este libro metió la novela catalana -y a Barcelona, de paso- en el corazón de la novela europea. Con los gusanos entre el frac y la pechera almidonada -el fin de su aristocracia-, mientras Wagner suena en el Liceo en medio del fragor de los telares industriales. En fin, que cuando se piensa en De Sagarra no es difícil llegar a la conclusión de que casi todo, en él, es grande, porque, en cierto modo, ha sido, para la literatura catalana del XX, su particular Suetonio. También en la prosa memorialística, tan escasa en nuestro país. Refinado como Miguel Villalonga y vasto como Baroja, aunque sin camuflar, ni fantasear. Sus Memorias son las de un memorialista -Sagarra no confunde y cree en los géneros-, no las de un novelista. Siempre recordaré su descripción de los personajes del Ateneo madrileño, su lengua que juega con el tiempo, su minuciosidad salpicada de humor y su propósito, logrado con creces, de apasionar al lector con lo que le cuenta. Un lector que bucea en ese océano biográfico con la satisfacción y la naturalidad de quien se sabe en las mejores manos, las de ese personaje -el propio Sagarra- que se levanta en su epicentro con la altivez del gran señor y la nobleza del águila solitaria.
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