Documentació
Una soledad sonora
Mujer disfrazada tras un nombre masculino, Caterina Albert rompió esquemas en 1905 y creó una obra de una actualidad y progresismo aún hoy sorprendentes.
Una de las sorpresas objetivas más impresionantes de estos últimos años y en lo personal fue la declaración de unos enseñantes según la cual las obras de ficción preferidas por los adolescentes (existe la coeducación) catalanes de hoy era la novela Solitud, de Caterina Albert (1869-1966), autora enmascarada bajo el seudónimo de "Victor Català". La preferencia de los alumnos, según los docentes, era y es ex aequo con Aloma, de Mercè Rodoreda. Incidentalmente y para estudio de sociólogos y psicólogos: las dos obras incluyen una violación.
Para empezar, me permitiré recordar un par de cosas. La primera es que Caterina Albert no nació con el seudónimo "Víctor Català", pero sí que vio la luz en La Escala (L'Escala), una bellísima población ampurdanesa y marinera, de industria de la sal, pero en el seno de una familia con vastas posesiones agrícolas. A pesar de su acomodada cuna, como Rodoreda, Virginia Woolf o Doris Lessing, la joven Caterina no llegó ni a la segunda enseñanza (otro motivo de estudio y/o meditación). No obstante, vacilante entre las artes plásticas (es una excelente y desconocida dibujante y pintora, a lo Munch) y la literatura que le suministraba un librero ambulante (recordemos que estamos a finales del siglo XIX) es fácil suponer que quiso ser una escritora "total" que, en un principio y por el Zeitgeist, ya coqueteó con los seudónimos. Por ejemplo, Virgili Alacseal, que en román paladino es "Virgilio de la Escala".
Por tanto, escribió poesía (excelente poeta, añado, aunque me lapiden parte de los académicos catalanes), teatro, narración... Actividades que le llevaron a presentarse a los premios de la época, los que se concedían en los Juegos Florales. Concretamente fue premiada en los de Olot de 1898, significativo año, por cierto, tanto como poeta como comediógrafa. Los señores del jurado olotino no se abstuvieron de reprenderla. ¿Cómo podía ser que una mujer fuera la autora de La infanticida, el monólogo premiado? Nació un Víctor, vencedor, y catalán. Personalmente, en 2007, me niego en redondo a perpetrar aquella violencia de género y, para mí, ella siempre será lo que era, Caterina Albert.
Aparte del seudónimo, cabe decir que ya a finales del siglo XIX la joven Caterina era una escritora muy profesional. Por ejemplo, visitó un molino de agua de L'Escala para preguntar al propietario si moriría un recién nacido si se le lanzaba en aquel torno. Sí, moriría, fue la respuesta, que aún recuerdan los herederos del molinero. De ahí, La infanticida, un monólogo ciertamente violento, una circunstancia que no excusa al jurado de los Juegos Florales de Olot de 1898.
Establecida como "Víctor Català" y corresponsal de Joan Maragall en masculino (es apasionante las misivas que se cruzan entre ambos escritores), el director de un periódico, La Il·lustració, le pide una novela para serializar en las páginas de su rotativo. La señora escribe y manda cada semana un capítulo de Solitud que, en forma de libro, se publicará en 1905. Como reclamó ya Maria Aurelia Capmany en el epílogo a sus obras completas de 1972, ¿se puede pedir más profesionalidad? También, un poeta catalán, Gabriel Ferrater, en unas conferencias en la Universidad de Barcelona (inéditas), en los años sesenta del siglo pasado, se preguntaba si Caterina era wagneriana porque veía en el tono de la novela los "leitmotiven" del genio de Bayreuth. Hoy podemos decir: sí, era wagneriana, como lo atestiguan la colección de los programas de las representaciones wagnerianas en el Liceo de Barcelona, en la primera década del siglo XX, hoy guardados en la Casa-Museo "Víctor Català" de L'Escala.
Pero, centrándonos en Solitud, ¿qué tiene que fascina a cada nueva generación de lectores? Me atrevería a decir, actualidad y progresismo. Por más que se sitúa en una ermita (en definitiva la de Santa Caterina, de la vecina población de L'Escala, Torroella de Montgrí), Mila, el personaje central, es más progre que todas las grandes hermanas juntas. Sin deseo de explicar el desenlace de la novela, algo odioso, la reacción de Mila ante el embarazo producto de la violación lo suscribe cualquier colectivo feminista.
Por otra parte, el drama se sitúa en un paisaje agreste que no se desdora si lo comparamos a las falacias patéticas de una Emily Brontë. Mientras que el insustancial marido de Mila, arrastrado por el juego, es fácil situarlo hoy en un drogadicto, pongamos por caso. Y siempre, la pasión y la compasión recorren las páginas, sin menoscabo de una violencia que, vaya usted a saber, quizá fuera producto de una violencia de género que sufrió aquella Caterina Albert que hemos conocido secularmente como "Víctor Català" y que nos ha regalado una soledad muy sonora.
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