15è. aniversari (1999 - 2014)
 
 

Documentació

Muerte y memoria

Article publicat al diari “ABC” el 31/12/06

La vida de Unamuno, que concluyó la tarde de San Silvestre de 1936, se repartió entre los siglos XIX y XX con igual número de años en cada centuria. Don Miguel fue, en mayor medida que los otros escritores del noventa y ocho, una figura de transición. Podemos considerarlo, de hecho, el último de los realistas y el primero de los modernistas españoles. Esta condición fronteriza, como de bisagra entre dos épocas, marcó decisivamente su obra y su pensamiento.

Su liberalismo, por ejemplo, se resintió de una cronología que, como Jano, miraba en direcciones opuestas: hacia el impulso generoso y optimista de la revolución decimonónica y hacia la crisis general de las democracias liberales que caracterizó el primer tercio del siglo XX. Los escritos de sus últimos meses expresan la conciencia trágica -pero no ya escindida, como casi siempre estuvo- de un liberal que asiste al derrumbe de valores que creía seguros y asentados (la libertad política, en primer lugar). Por tan firmes los tenía que incluso él mismo había jugado peligrosamente a rebasarlos.

En ese juego tuvo un papel perverso la memoria de las guerras civiles del XIX. Unamuno concebía la nación como la manifestación histórica de una realidad subyacente e inmutable, a la que se refirió con distintos nombres: intrahistoria, tradición y, sobre todo, pueblo. Definió la guerra civil como la irrupción fecunda del pueblo en la historia para rectificar y consumar las revoluciones, y tal definición no fue ocasional ni apresurada: constituyó el meollo de su pensamiento político y surgió de una experiencia personal -la del sitio de Bilbao por el ejército carlista en 1874- que iría distorsionándose inevitablemente en el recuerdo de una guerra que no vivió como combatiente, sino como un niño que se divirtió de lo lindo en la ciudad bombardeada, donde las reglas del orden cotidiano se habían esfumado. De dicha experiencia sacó la idea de la necesidad de la guerra civil -fraterna, le llamaba- para la buena marcha de la nación. Sus notas de 1936 aparecen salpicadas por una recurrente palinodia teñida de perplejidad dolorosa. Se propone, aunque no lo llevará a cabo, revisar sus insensatas metáforas bélicas de antaño. Cuestiona su antigua creencia en la fecundidad de las guerras civiles mientras ve caer asesinados a sus amigos y escucha por la radio las soflamas de inicuos propagandistas que saquean sus textos. Cree, en fin, descubrir la clave del horror presente en el hecho infortunado de que la nueva guerra civil sea una guerra entre militares y no entre civiles (lo que es falso: la participación de militares profesionales fue proporcionalmente superior en las guerras carlistas).

Murió, es cierto, en plena palingénesis, como la gran figura trágica de un liberalismo anacrónico, arrollado por el totalitarismo. La muerte es un acontecimiento estrictamente individual, pero Unamuno -curiosa paradoja- murió en nombre de todo el liberalismo ausente. También en el de Cánovas y Sagasta, o sea, del honrado liberalismo posibilista al que se enfrentó en aras de una memoria irresponsable.

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