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Documentació

Enrique Vila-Matas: “Dejaré de escribir el día que no tenga enemigos”

Entrevista publicada a “El Mundo” el 21/011/02 per Nuria Azancot

El mal de Montano es “una peligrosa enfermedad” que afecta a la literatura actual. Tiene además varias provincias maléficas, y la más visible y poblada, la “más mundana y más necia” acosa a la literatura “desde los días en que escribir novelas se convirtió en el deporte favorito de un número casi infinito de personas”. Casi nada, para empezar.

–En alguna ocasión ha explicado que sus novelas no parten de una imagen sino de una idea: ¿cuál ha sido esa idea en el caso de El mal de Montano?

–Al terminar Bartleby y compañía, en una rueda de prensa, un periodista me preguntó qué estaba preparando y me ruboricé, inquieto, porque no tenía nada en marcha. Sentí que tal vez había caído en mi propia trampa y me había convertido yo mismo, como los personajes de ese libro, en un ágrafo trágico, paralizado como escritor como Rulfo. Sin embargo, en el mismo problema hallé la inspiración.

–¿Cómo?

–Me fui al otro extremo y le trasladé mi mal a un hijo inventado, Montano. No quiero asustar a mis lectores potenciales, pero lo hice literatura, es decir, escribí sobre mi obsesión para acabar con ella, en el otro polo de Bartleby, que era una negación de la escritura. El personaje, muy cervantino, quijotesco, asume la memoria literaria y reflexiona sobre la función de la literatura ante los peligros que hoy padece. No se avergüenza de impregnarse desde, en, por, sobre y para la literatura ni de encarnarse en ella, transformarse en la memoria de la biblioteca universal y entrar a formar parte de una sociedad secreta de conjurados contra los enemigos de lo literario.

–Volviendo a la novela ¿lo es? ¿Puede explicar, si no, cómo se ha contaminado o enriquecido con los diarios y la autoficción?

–El mal de Montano está en la línea de Bartleby, es decir, entre el ensayo y la ficción y trata de la relación entre esos mundos, aunque no participa de ese fenómeno actual de las letras españolas de mezclar ficción y realidad. Es una actitud subversiva e innata con la que cargo desde que empecé a escribir. En este caso, el narrador de la novela es un embaucador, crítico de la realidad, que intenta contar la verdad sobre sí mismo y que cada vez se aleja más de ella.

–¿Las referencias a autores y libros reales que salpican el libro son un guiño, parte del mecanismo de la novela...?

–Los personajes reales ya aparecían en mi Historia abreviada de la literatura portátil, en un momento en que las letras españolas no estaban por la labor. Me gusta convertir a algunos amigos y lecturas en personajes de ficción que entran y salen de mis relatos con total libertad porque en mi obra realidad y ficción dialogan constantemente.

–¿Y qué papel juegan, en la novela y en su literatura, las casualidades y los dobles?

–Son temas de los que siempre he escrito, en cada libro de forma distinta, formando parte de un tapiz. Busco una estructura en la literatura, con un código muy duro, con normas que yo mismo me creo, pero también una estructura original y personal. En El mal de Montano esa estructura me llevó a descubrir que el libro no tenía final, así que el protagonista acaba llamándose Robert Walser y dialogando con Robert Musil en lo alto de una montaña suiza.

Amiguismo y literatura

T-al vez sea la única manera de evitar una realidad que le abruma. Ese “suburbio al que llaman España, donde se jalea una especie de realismo castizo del XIX y donde para una gran parte de los críticos y los lectores lo normal es el desprecio por el pensamiento” (pág. 65). Hoy, sin embargo, no quiere entrar en polémicas sobre la crítica literaria, aunque a medida que habla se va encendiendo. A su manera, claro está.

–Yo mismo practico la crítica literaria en este libro, porque hago crítica de la realidad literaria, de los diarios personales de escritores a los que admiro. Y además el narrador en la primera parte es un crítico [Montano define a su padre como “el crítico español más insobornable de todos los tiempos”]. Siempre se escribe contra alguien, yo al menos siempre escribo contra alguien. Literariamente necesito buscarme enemigos para defender lo que debería ser la novela. Dejaré de escribir el día que no tenga enemigos. No creo en las literaturas nacionales. Una cosa son los autores con éxitos locales, jaleados por la prensa del país, y otra los autores y la literatura de verdad, que nada tienen que ver con el amiguismo. En realidad, no me importa tanto la opinión de la crítica en general como la de los dos o tres críticos españoles que hace quince años, cuando no era conocido, se dieron cuenta de que tenía cierto porvenir en la literatura. Por supuesto no pienso dar sus nombres, pero reconozco que esos que apostaron por mi obra y me incitaron a seguir escribiendo, forman parte de mi familia literaria.

–Si un editor mexicano, por ejemplo, le pidiera una antología de la última narrativa española similar a las Ínsulas extrañas de Valente, ¿a quién incluiría y a quién no?

–Para empezar, le diré que la antología de Valente no es perfecta pero está en la línea de la poesía que me interesa. Quizá modificaría algunos nombres pero añadiría a pocos de los silenciados de la antología. Como lector no me interesan las camarillas, no participo en absoluto de ese espíritu cainita. También en la narrativa española actual existen dos líneas, una realista y otra experimental y creo que está muy claro cuál es la mía. No sé, quizá pondría a muchos escritores mexicanos en esa antología.

–Hace algo menos de un año declaraba que España es el país que tiene más premios literarios y que tenía mucho mérito no tener ninguno “para conseguir uno que me corresponde más, como el Rómulo Gallegos o el Juan Rulfo”. ¿Qué ha cambiado para que haya acabado presentándose al premio Herralde?

–Me presenté porque fue una propuesta de Jorge Herralde, que me explicó que se trataba del veinte aniversario del premio y que, en el caso de que el jurado me premiara, estaría bien que estuviera en el importante palmarés. Me pareció un argumento excelente y también que a un libro tan complejo le convendría llegar al mayor número de lectores posibles. Antes estaba encantado de no tener ningún premio, de ser incluso el único escritor en toda España que no tenía ninguno, pero las circunstancias han hecho que se acumulen. En poco tiempo he recibido premios no sólo de mi ciudad, sino de América Latina, Francia, cinco o seis en total. Supongo que forman parte del juego literario, y no es algo tan serio como para que no me presente.

–¿Qué es lo peor del actual canon literario español?

–Que está anclado en el poder, basado en escritores no leídos pero a los que se ha convertido en los reyes del mambo.

–¿Cree, por eso, que la mejor literatura en castellano se está escribiendo hoy en Latinoamérica?

–Bueno, quizá la mayoría de los escritores que me interesan, por libertad narrativa y familia literaria, son hispanoamericanos; son los que más me aportan, porque pertenecen a mi universo literario y se corresponden con mi manera de entender el hecho literario.

–¿Y qué le parecen contemporáneos españoles como, por ejemplo, Juan Marsé, Arturo Pérez-Reverte o Quim Monzó?

–Los tres son autores vivos que no han clausurado su narrativa, están afortunadamente activos y por lo tanto pueden depararnos todo tipo de sorpresas buenas o malas, no conviene pues apresurarse a enjuiciarlos como si ya hubieran dado por terminado algo. La realidad literaria está sujeta a cambios y se transforma además de manera vertiginosa. Le pondré un ejemplo: el año pasado fui a Budapest con Eduardo Mendoza, Rodrigo Fresán y Andrés Neuman. Leí mi “Teoría de Budapest” (que forma parte de la novela también) y recuerdo que nos presentaba un escritor callado, que permaneció en una esquina, y que no fue, claro está, la estrella de aquel encuentro.Le veímos de vez en cuando reírse, pensábamos que era un hombre feliz. Me pareció, eso sí, amable, amistoso, discreto y tímido. Se llama Imre Kertész y acaba de obtener el premio Nobel. Sin saber que le esperaba ese futuro resplandor, debido a que buscaba un apellido judío en Budapest para mi libro, le convertí en personaje de la novela, una especie de Nosferatu, un chileno que es el mejor amigo del narrador y que se llama Felipe Tongoy y que es el hombre más feo del mundo y cuyo verdadero apellido resulta ser... Kertész.

A vueltas, pues, con la actualidad, resulta imposible no comentar con él el papel de los intelectuales y si deben permanecer al margen de la inminente guerra contra Irak, la violencia de género, el racismo. Vila Matas recuerda entonces que al revisar la historia de la literatura y la historia de la humanidad, se evidencia que van por caminos muy distintos. Y apunta: “siempre ha habido gentes como Walter Benjamin o Nietzsche, personajes de inteligencia extrema, pero la historia de las humanidades demuestra que se ha negado sistemáticamente esa intensidad de inteligencia. Por otra parte, creo que no es recomendable ser como Gunter Grass, y sí, en cambio, confiar, con Elias Canetti, en el poder de las palabras para transformar el mundo”.

–En su caso, ¿le resulta más fácil opinar en medios latinoamericanos que en los españoles?

–No. Acabo de publicar un texto crítico sobre Gaudí en la “Nouvelle Revue Française”, por ejemplo. Y ese mismo texto ha aparecido en una revista mexicana. Los dos, con un mínimo esfuerzo y en caso de interesar a alguien, se pueden leer en España.

Lectores confusos

–¿Por qué parece que el mercado ha corrompido a editoriales, agentes e incluso autores? ¿Es tan perverso o la excusa perfecta para enmascarar la avaricia y la ambición de algunos?

–Bueno, es un tópico por que del mercado también participan los escritores. Los únicos culpables no son los editores. Hoy hay más gente que escribe, y hay quien escribe para el vulgo, y quien lo hace con intensidad de inteligencia distinta.

–¿Quizá es que hay demasiada confusión?

–Sin duda. Se escribe demasiado y se confunde demasiado también. Por ejemplo, tenemos a Juan Carlos Onetti y a Isabel Allende, dos novelistas suramericanos. Pero no son comparables. Necesitamos que la crítica trabaje cada vez con mayor rigurosidad para no confundir la alta literatura con la subliteratura. En un lado están Joyce, Musil, Kafka, Onetti, Gombrowicz, Borges... Y no se puede confundir al lector. Parece que todo da igual, y no, no es lo mismo el último garrote vil español que el Quijote.

“Está cayendo la noche, se van desmayando –diría Borges– los últimos colores de la tarde”. Da igual que sean las nueve de la mañana de un día ceniciento. Es literatura. Como El mal de Montano.

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