Documentació
Colm Tóibín retrata las coincidencias de pos países y su identidad
Ojalá hubiera tomado notas en esa época, llevado un diario o, incluso, guardado algunos de los carteles que aparecieron en los muros de la ciudad. Ojalá hubiera hecho fotos de las primeras pintadas. Sin embargo, recuerdo algunas cosas de una forma muy intensa, fácil y nítida. Recuerdo el día del Corpus de 1976, recuerdo que me encontré por casualidad con la escena que se representaba a primera hora de la tarde delante de la catedral, quizá una de las últimas imágenes del antiguo régimen que se vieron en la ciudad: la iglesia y los militares con todos sus atributos, manos enguantadas, soldados a caballo, salvas, la elevación de la hostia al aire libre, el clero engalanado. Quizá lo recuerdo porque fue la única imagen de la horrible estabilidad de lo viejo que presencié en Barcelona. Todas las demás imágenes fueron imágenes de cambio.
Sé que llegué el 24 de septiembre de 1975. Con anterioridad había salido una vez de Irlanda, a Londres, sólo por unos días. Franco murió el 20 de noviembre de 1975. En los meses que precedieron y siguieron a su muerte, el mundo entero cambió para mí y para muchos otros. De haber sabido lo que ocurría podría haberlo anotado en ese momento; pero quizá pensé que no era importante, que eran cosas sin trascendencia. Lo público es más fácil de escribir y anotar que lo privado; y eran diferentes, pero el recuerdo de ambos posee la misma radiante emoción, todo parece parte del mismo torbellino irreflexivo.
Resulta fácil hablar de la noche de sábado en que iba en taxi hacia algún sitio. Por la radio anunciaron la legalización del Partido Comunista. Más tarde, leería la noticia y conocería a una o dos personas que habían estado en París esa noche, en el aeropuerto, esperando regresar tras años de exilio; pero, en ese momento, el taxista silbó de asombro, y ambos comprendimos la trascendencia del hecho. Recuerdo esa noche. No tengo dudas de que ocurrió y no tengo dudas de lo que significó.
Y también otras cosas. Una noche pusieron los nombres de las calles en catalán frente a los nombres en castellano. Más tarde, quitaron estos últimos, aunque no recuerdo cuándo. El rey visitó la ciudad y habló en catalán; y para la temporada 1976-1977 los programas de los conciertos del Palau de la Música aparecieron impresos sólo en catalán.
Y recuerdo el 11 de septiembre de 1976, y a todo el mundo esperando ver qué pasaba, y esa mañana las noticias anunciaron que sí, que iban a permitir la manifestación, pero no en la ciudad, sino en Sant Boi; y tengo un vívido recuerdo de las palabras "Tots a Sant Boi", pero no recuerdo si en un periódico o dónde aparecieron por primera vez. En cualquier caso, fui a Sant Boi. Vi las banderas, las consignas y la felicidad por Cataluña. Me recordaron lo que debió de haber ocurrido en Irlanda sesenta años antes, cuando la gente pudo hablar libremente de su amor por Irlanda, de hacer cosas por Irlanda o de morir por Irlanda.
Nadie quería entonces morir por Cataluña. Esas muertes ya habían tenido lugar. Pero comprendía el fortísimo amor por su país. Yo también lo amaba: los sonidos de la lengua, la historia, las canciones. Por encima de todo, amaba lo hermosos que eran. Las mujeres eran hermosas, aunque a mí me interesaban los hombres. Me gustaba la suave claridad de su piel, los ojos oscuros, cuando gritaban consignas y alzaban los puños, su intensa afición a las nuevas posibilidades de libertad.
Acudí a sus manifestaciones. Seguí como ellos día a día los acontecimientos en los periódicos. Deseé haber nacido ahí, haberme educado en esa cultura, de manera que pudiera unirme, con confianza, con vehemencia, a algún grupo nacionalista disidente o hacerme comunista. Pero, en aquellos primeros meses en realidad no importaba lo que eras. Todos marchaban juntos. Y yo no podía apartar los ojos de los hombres en las manifestaciones.
En septiembre de 1976 empecé a aprender catalán. Fui a clases y cogí un profesor particular. El primer día me preguntó si había algo especial que deseara saber. Sí, había algo, pero no era una cuestión gramatical y era un poco embarazosa. Le dije que ya sabía decir sí y no, cuánto, gracias, dónde y cuándo. Pero necesitaba saber algo que era un cruce entre un imperativo y un subjuntivo. Necesitaba ser capaz de decirlo en un susurro apremiante de forma que pudiera ser obedecido y atendido.
Necesitaba, expliqué, saber cómo decir: "No te corras todavía".
En los meses que siguieron a la muerte de Franco ésa era la frase en catalán que más necesitaba. Trabajé durante un tiempo con ayuda de mi profesor en pronunciarla bien. No he dejado de progresar.
El problema que tenía era mi vulnerabilidad a todo: a las posibilidades y las seducciones sexuales y políticas. Aprendí muy deprisa, en semanas, cosas de mi propia sexualidad, la diversión que podía haber en ella y el modo de encontrarla. Y también muy deprisa aprendí a sentir las mismas emociones que sentían los catalanes por su país. Era homosexual y, por lo tanto, estaba dispuesto para un despertar sexual. Era irlandés y, por lo tanto, estaba más que dispuesto para presenciar, comprender y sentir las emociones que rodeaban el súbito levantamiento de la pesada bota de España sobre una nación vulnerable con una vieja historia. Amaba la lengua, como los irlandeses del penúltimo cambio de siglo habían amado el irlandés. Amaba ciertas figuras de la historia catalana como Companys y Macià. Amaba el patrimonio humanista y europeo de Cataluña. Pero, por encima de todo, había una emoción que no puedo explicar y que es la que alimenta al nacionalismo romántico. Era la emoción predominante. La sentía, y pensaba que también la sentían cuantos me rodeaban, pero no resultó ser del todo así.
Sentir la emoción
Daba clases de inglés, y a la mayoría de los ingleses y estadounidenses con los que trabajaba los dejaba fríos ese arrebato de emoción catalana. No entendían por qué los catalanes querían separarse; eran incapaces de ver la necesidad de una legislación sobre el uso del catalán. Estaban en España, y les habría gustado que también se enteraran los catalanes. Me di cuenta de que era inútil discutir con ellos. O sentías la emoción que llenaba el aire o no la sentías. Y, como se me hizo notar, cuando no me mostraba vehemente en relación con Cataluña, me mostraba vehemente en mi aversión por el IRA y cuantos simpatizaban con él. Odiaba el nacionalismo irlandés. ¿Cómo podía ser?
Era difícil de explicar y recuerdo que fracasé cuantas veces lo intenté. Lo que sucedía durante esos años en Cataluña me daba una idea de lo que podían haber sido los primeros años del siglo XX, cuando la gente se apuntaba a la Liga Gaélica y se iba a las islas Aran en busca de raíces. Contemplé el funcionamiento de la política -el uso de las urnas, la realización de acuerdos, pactos y compromisos- en un modo que parecía imposible en Irlanda. La Irlanda que había dejado en 1975 era sombría y parecía incorregible. Para mí y otros muchos como yo, el aura que rodeaba la palabra Irlanda había perdido su brillo; el aura que rodeaba la palabra Cataluña en 1976 era incandescente. Sin embargo, sentías mejor esa emoción que envolvía el nacionalismo catalán si conocías Irlanda, por más que el nacionalismo irlandés que conocías parecía destartalado y algo perteneciente a la historia como quizá pertenecerá el nacionalismo catalán en el futuro, como quizá ya ocurra ahora.
Había unos ecos extraños y asombrosos que, cuanto más lo estudiaba, me parecieron menos extraños y más ingredientes esenciales del sueño nacionalista. Toda nación pequeña tiene una idea de sí misma que empieza con la noción de un pasado glorioso, y ese pasado glorioso suele ser falso, por más que esté inventado con destreza y convenientemente remoto. Para la época de los santos, los eruditos y los manuscritos iluminados de Irlanda, léanse las pinturas y las iglesias románicas de Cataluña. Toda nación pequeña necesita una idea de una gran cultura intacta perturbada por un colonizador grande y depredador. Cataluña e Irlanda tenían a España e Inglaterra.
Y luego estaban las canciones. Escuchar a alguien cantando "La dama d'Aragó" o "Rossinyol" en Cataluña era como escuchar a alguien cantar "Donal Og" o "Casadh ant Sugain" en Irlanda. Las melodías tenían una frágil belleza, un tono de soledad y tristeza y una sensación de que las lenguas (el catalán y el irlandés) sonaban aún más conmovedoras por estar indefensas y amenazadas. Al escucharlas te embargaba una sensación de añoranza y de pérdida que era tanto comunitaria como personal; y esa añoranza y esa pérdida, al margen de tu orientación política, no dejaba de recordarte un tiempo anterior a la añoranza y la pérdida, o un tiempo futuro en que esas sensaciones no serían tan agudas. En otras palabras, esas canciones eran políticas, como no podían serlo con tanta facilidad las canciones de Inglaterra o Castilla.
El paisaje como fetiche
Y luego estaba el paisaje. A finales del siglo XIX, los catalanes redescubrieron su paisaje y empezaron, como hicieron algunos irlandeses, a fetichizarlo o a fetichizar algunas de sus zonas. El movimiento llamado en Cataluña "excursionisme", que llevó a muchos a recorrer el campo, tuvo una enorme importancia política, ya que creó un amor por la tierra, sus colores, picos y contornos. También en Irlanda, el oeste, donde se habían mantenido las antiguas tradiciones y la lengua, se convirtió en lugar de peregrinación para los nacionalistas. Las islas Aran, las islas Blasket y la costa de la península de Dingle y Connemara se convirtieron en lugares sagrados, en la misma medida en que eran sagrados para los catalanes el Canigó, el Montseny o Montserrat.
La relación entre Irlanda y Cataluña durante esos años puede sostenerse muy convincentemente situando el cuento Los muertos de Joyce en Barcelona en lugar de Dublín. Greta llega de un pequeño de las estribaciones de los Pirineos; las tías se han mudado de la calle Sant Pere més Baix a la calle Ample. Tanto en Dublín como en Barcelona, capitales sin sedes de poder ni parlamentos, las canciones y la ópera se han convertido en sustitutas de ciertas formas de sentir y actuar. Las costumbres entre los que no son ricos ni pobres son casi provincianas. La escena con Molly Ivors puede replicarse en términos exactos: el catalán Gabriel escribe para un periódico en castellano; va de vacaciones a Francia, mientras que ella quiere que visite el paisaje catalán y utilice su "propia" lengua catalana. Y su esposa se emociona con una canción llena de tristeza y añoranza que le recuerda el lugar del que procede, alejado de la metrópoli. La historia no podría ambientarse con igual facilidad en París o Londres.
Cataluña e Irlanda compartían otras cosas. Ambas tenían en los años de finales del siglo XIX una atmósfera peculiar en la que parecían entrelazarse lo político y lo cultural. Los intereses catalanes se vieron muy afectados por la pérdida de Cuba en 1898 (muchas fortunas catalanas se hicieron en esa isla), de modo que es posible considerar que el acontecimiento tuvo una importancia similar a la caída de Parnell en Irlanda. Yeats comparó la Irlanda de los años posteriores a la caída de Parnell con la "cera blanda"; nadie sabía quién tomaría el poder y qué fuerzas vencerían. En Irlanda, entre la caída de Parnell y el ascenso de Valera, entre, digamos, 1890 y 1927, obraban las siguientes fuerzas: los unionistas del norte, los nacionalistas, la Iglesia católica, la plebe, los sindicatos, William Martin Murphy, lady Gregory y Yeats, la Asociación Atlética Gaélica, la Liga Gaélica. En Cataluña, entre 1898 y la Guerra Civil, también obraban: los anarquistas, los nacionalistas burgueses, los nacionalistas populares, la Iglesia católica, los comunistas, Alejandro Lerroux, el ejército, Gaudí, los excursionistas, el Futbol Club Barcelona. Era evidente que iba a producirse un cambio radical en ambas sociedades, puesto que los bloques de poder de Inglaterra y Castilla parecían debilitarse y prepararse para ceder el poder. En las dos sociedades, la lucha por llenar el vacío tuvo una forma e intensidad similares.
Para Yeats, la Irlanda de cera blanda era un lugar en el que la política quedaría relegada a un segundo plano y dominaría la cultura. Tanto en la Irlanda como en la Cataluña de esos años de agitación existió una extraña aura en torno a la escritura, la pintura y la arquitectura, como si también los artistas compitieran por la influencia y el poder. Yeats y Gaudí tenían mucho en común: el interés por el misticismo, por combinar las técnicas modernas con los materiales antiguos, por crear un "espíritu nacional" en arquitectura y poesía. Ambos eran políticamente conservadores y nacionalistas. Ambos encontraron consuelo e inspiración en el paisaje de su tierra. También Joyce y Picasso (que llegó a Cataluña cuando tenía catorce años y vivió en Barcelona hasta los veinte y pocos años) tenían mucho en común; eran escépticos en relación con el nacionalismo y el catolicismo, huyeron a París en cuanto pudieron y no regresaron nunca. La actitud de Joyce ante Yeats tiene mucho en común con la actitud de Picasso ante Gaudí: ninguno de los dos tenía demasiado tiempo para las piedades y las solemnidades de los viejos artistas. Ambos amaban las ciudades e hicieron monumentos a mujeres sensuales. Luego llegaron Beckett y Miró, ambos huyendo a París procedentes de unas ciudades provincianas, ambos mirando a Joyce y Picasso, ambos encontrando una iconografía personal que era a un tiempo mínima y cómica, ambos convirtiéndose en figuras solitarias e enigmáticas que envejecieron creyendo cada vez más en la mínima expresión.
Movimientos cruciales
Irlanda y Cataluña, Dublín y Barcelona, se convirtieron así en la inspiración de unos momentos cruciales en el desarrollo del movimiento moderno en poesía, narrativa, pintura y arquitectura. Parte de la obra de los seis artistas mencionados se insertó en el debate público: los poemas públicos de Yeats, el templo expiatorio de Gaudí, los cuadros del periodo azul de Picasso, la celebración de Joyce de la ciudad por encima de la nación, las pinturas oscuras de Miró tras la guerra civil y las agrias y decadentes vocas irlandesas de Beckett. Sin embargo, incluso en sus ejemplos más íntimos y puros, cuando Yeats escribió sobre el amor, por ejemplo, o Miró pintó el sol y la luna, había una sensación de que la obra ofrecía una quietud hermosa e intransigente en una época de fealdad, terrible compromiso y virulenta inestabilidad. Había una sensación de que las propias palabras, la exhibición de un cuadro, la publicación de un poema, representaban las aspiraciones más elevadas de una comunidad en pos de una versión ideal y oculta de sí misma.
No se trata de sostener con esto que todo arte es político o que toda la obra de estos artistas fue convertida en política por la época en que la realizaron. Se trata sólo de reiterar que había un aura peculiar en torno a la obra creada durante esos treinta o cuarenta años durante los cuales existió una posibilidad inédita de cambio en dos ciudades provincianas. (Picasso y Miro consideraban provinciana Barcelona, por más que Gaudí no estuviera de acuerdo.) De modo que la obra realizada por unos genios de estas dos ciudades cambió radicalmente nuestra visión de lo que eran capaces de hacer las pinturas, los poemas, las novelas y los edificios.
Vivimos en sus sombras. Caminé por el barrio chino o por las cercanías del puerto donde habían vivido los Picasso y donde Picasso había tenido sus talleres. Caminé por la Plaça Reial, donde los Miró tenían una tienda, y subí por la calle Ferran hasta donde había vivido en una calle lateral llamada paseo del Crèdit. Caminé hasta la plaza Sant Felip Neri; ahí asistía Gaudí a misa todos los días. Del mismo modo que cuando fui a Dublín por primera vez me sentaba donde se habían sentado Joyce y Yeats en la National Library, recorría la Clare Street donde había vivido Beckett, el Trinity College donde había estudiado y dado clases, caminaba por Merrion Square donde había vivido Yeats y subía hacia Eccles Street y la Municipal Gallery.
Esos artistas, más que cualquier otro político o figura pública, siguen siendo espectros primordiales de nuestras dos ciudades. Hicieron esas ciudades a su semejanza; y, de algún modo extraño, misterioso pero rotundo, las ciudades entraron en sus espíritus y dieron a sus actos un tono incisivo, un aura peculiar.
Lo que parecía agitación en la Barcelona de 1976 se calmó en unos meses. Todo el mundo se desplazó hacia el centro, hacia el acuerdo en Cataluña y en España. También en Irlanda, primero en la república y luego en el norte, la política de acuerdo se volvió predominante, la retórica del compromiso se convirtió en la orden del día. También el arte creado en ambos lugares -las pinturas de Barceló o las novelas de McGahern, la arquitectura de los JJ.OO. o los poemas de Seamus Heaney- se hizo más tranquilo, más sereno más formalmente conservador. El periodo heroico de la escritura irlandesa y del arte catalán se había acabado, como había acabado hacía mucho tiempo el periodo heroico de la historia irlandesa y también había concluido el extraño interludio heroico de la historia catalana.
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