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Documentació

Mercè Rodoreda. Espendor y misterios

Article publicat a “Qué leer” l’abril del 2002 per Montse Casals

Ni estuvo en el sorteo de una cafetera blanca con una naranja dibujada como la Colometa de La Plaza del Diamante, ni fue abandonada ante la reja de un jardín como la Cecilia de“La calle de las Camelias. Y, con todo, su obra es el pespunte de su vida; puede reseguirse a lo largo de sus novelas y cuentos una biografia que durante muchos años ha quedado oculta tras una leyenda que la quería situar siempre entre bondades y flores. Mercè Rodoreda arrastraba un mito que ha costado desacralizar: pertenecía a aquella generación de escritores que se formaron durante la República y la Guerra Civil, que vivieron en el exilio y que para una parte de los univesitarios constituyeron las únicas letras válidas del antifrasquismo. Para que así fuera, para que funcionara ese binomio simplista que dividia a los autores entre los que se prestaron a sus juegos censores, se tuvo que modificar y esconder la realidad.

Una boda en família

Según indica la partida de nacimiento, Mercè Rodoreda nació el 10 de octubre de 1908, aunque su último carné de identidad la rejuvenece en siete días y la biocronología oficial, en un año. Nació en Barcelona en el seno de una familia peculiar y extravagante cuyo paterfamilias, Pere Gurguí, fue un auténtico personaje con una amplia huella en la obra de la escritora. Gurguí era alto, fuerte, amante de los disfraces y ferviente partidario de convertir en fiesta culaquier mínimo acontecimiento familiar. Decían las malas lenguas que enviudó a causa de los incontables proyectos que se propuso y nunca realizó pero que le costaron el ánimo y la vida a Angeleta, de quién tuvos dos hijos, Montserrat i Joan. Montserrat se casó con Andreu Rodoreda, buena gente y sin otra ambición que la que conformarse a los dictados festivos de los Gurguí: por alguna razón le gustó siempre el teatro. Tuvieron una única hija, Mercè. Joan era más joven que su hermana. A los 14 años, cuando lo que deseaba era inscribirse en una escuela de artes y oficios, lo madaron a Argentina: le juraron que haría fortuna y que resolvería los eternos problemas financieros de la familia. Cuando volvió, con una fortuna más que relativa pero con el aure de viajero, se enamoró y enamoró a su sobrina. Se casaron el mismo día que Mercè cumplía 20 años. En contra de la leyenda que asegura que el matrimonio con su tío le fué impuesto, Mercè incluso guardó un recurdo feliz de la fiesta de la boda: “Y cuando todo terminó, me hubiera gustado volver la día anterior para empezar de nuevo...” Son las palabras que la escritora pone en boca de la, en este caso su alias, Colometa en La plaza del Diamante. Y al cabo de nueve meses y unos pocos días, como marcan las leyes de la naturaleza, nacía su primer y único hijo, Jordi. Pero es cierto que la felicidad completa no existe. Durante el viaje de novios, a París, ya se dieron los primeros desencuentros entre los esposos. Ella había mitificado a ese tío “americano”, joven y viajero, que había sido capaz de resolver con su retorno los problemas de la familia. Pero, en su interior, Mercè se debatía entre los razonables propósitos de austeridad del marido y la nostalgia de la vida familiar anterior, utópica y desordenada, pero insólita i feliz.

Una República literaria

En su bagaje cultural no había otra cosa que lo ofrecido por el limitado en torno familiar. Casi no conoció la escuela, puesto que el abuelo había decretado que la niña era muy lista y para enseñarle a leer y a escribir él mismo se bastaba. No, para Mercè la familia soñaba mayores destinos: estudiaría música y haría teatro, todo entre las paredes del destartalada cosa Gurguí, donde Mercè fue “totalmente feliz hasta los 12 años”, según confesaría después. La proclamación de la República marca una brecha en la muy cerrada vida familiar y supone una puerta abierta para las ambiciones literarias de la joven. En la muy espumeante Barcelona de los primeros años 30, no le fue difícil a la veinteañera Mercè incorporarse a los equipos formados por muchachas que, autodidactas como ella, se comprometieron con la construcción de un mundo nuevo. No eran militantes de partidos ni sindicatos, eran “ciudadanas” que bebían de las influencias intelectuales procedentes, sobre todo, de Francia y de Inglaterra, que más que un programa de élite, de la que no podían formar parte porque en realidad no existía, defendían el derecho a la provocación. Explicaba una de sus entonces colegas de andanzas, Sussina Amat, que entre sus especialidades figuraba ir al cine para “reventar el globo moralista” de los films propagandísticos habituales del momento. En un instante álgido de la cinta, cuando el público crédulo de historias inventadas entraba en trance y se convertía en protagonista del melodrama, las chicas estallaban en risas grotescas con el objeto de retrotraerlo a la realidad barcelonesa. Carles Riba, Joan Oliver o Ferran Soldevila recordaron siempre “la risa ruidosa y sarcástica” de Rodoreda en los momentos más inoportunos. Ese humor en apareiencia gratuito la puso en contacto con el denominado club de Santa Rita o “colla de Sabadell”. Fue un vuelco en su vida. Formado y dirigido por Francesc Trabal, Joan Oliver y Joan Prats, el grupo de Sabadell existía con voz propia desde 1927, cuando publicaron L’any que ve, un libro-manifiesto, entre surrealista y simpemte provocador, que les ha merecido el epíteto de “escritores civilizados” por parte del muy exigente Gabriel Ferrater. Con el aval del poeta Josep Carner, Trabal y sus compañeros se convirtieron en la crema intelectual sobre la que la Generalitat republicana depositó la responsabilidad de sacar adelante las letras catalanas y sus instituciones literarias. Y fue de la mano de estos intelectuales que Mercè Rodoreda se convirtió en escritora.

Una autora honrada

Su primera obra, Sóc una dona honrada? es -lo reconoció ella misma- una mala novela. Junto con otras tres (Crim”, Un dia qualsevol en la vida d’un home y Del què hom no pot fugir), forma parte de aquella producción que nunca quiso reeditar. En ellas, como advierte en el primer prólogo, “dice lo que no piensa y piensa lo que no dice”. Son el resultado de una primeriza fiebre literaria que pone de manifiesto que ella “no es una mujer perezosa”, como curiosamente afirma en el mismo prefacio. En definitiva, lo que nos queda de su obra escrita en los años 30 son sus cuentos y artículos periodísticos que levantaron escándalo, y Aloma, que ganó el prestigioso Premi Crexells en 1937. Entre el primer título y el último de esta etapa rododeriana habrán pasado cinco años durante los cuales la autora aprende a sortear las dificultades domésticas y familiares. Su creciente actividad, sus legendarios enamoramientos -entre ellos, de Andreu Nin- y la ruptura con su marido determinarán que el 21 de enero de 1939 emprenda el exilio. Lo hizo en el autobús que la Generalitat había dispuesto a disposición de los escritores catalanes decididos a emigrar a Francia. Hacía mucho frío aquel día. La guerra había servido para camuflar desacuerdos matrimoniales y el exilio servía para aplazar sine die la separación inevitable. Rodoreda dejaba a cargo de su esposo en Barcelona a su madre y a su hijo, Jordi, con 10 años. No volvería a verlos hasta junio de 1949.

Amor en el exilio

La evacuación de los escritores catalanes había sido preparada con antelación por la Conselleria de Cultura de la Generalitat; con pocas y relativas dificultades, se consiguió que pasaran la frontera i fueran y fueran recibidos y acogidos en centros puestos a su disposición por sus colegas franceses.. Como los demás, Rodoreda siguió rumbo provisional hasta que en abril de 1939, con un grupo de otros veinte exilados privilegiados, se instaló en Roissy-en Brie, a unos cuarenta kilómetros de París. Fue en esa prisión de idilio en donde se enamoró de Joan Prat, el home que determinó su vida. “Roissy ha sido la resurrección de la juventud sin juventud”, escribiría después recordando aquellos días felices. Joan Prat, más conocido por el pseudónimo de Armand Obiols, había nacido en Sabadell en 1904. Era el cerebro pensante de la “colla de santa Rita”, un hombre que lo leía todo, escribía mucho y no publicaba nada. Una suerte de Monseiur Teste, como diría Paul Valéry, que la ayudó a convertirse en la gran escritora que ha sido, pero la hizo sufrir hasta el último momento. Prat estaba casado y tenia una hija. Y, aunque hoy parezca increíble, sus relaciones con Rodoreda fueron condenadas por sus íntimos compañeros sabadellenses también en el exilio. Y es esa condena la que explica que, cuando la mayor arte de los escritores catalanes optaron por seguir el exilio en América Latina una vez estallada la Segunda Guerra Mundial, Rodoreda y Obiols, siguieron en la “vieja y decrépita Europa”, según los decires de los que partieron.

Como ya lo hiciera en Barcelona durante los años de la República y de la Guerra Civil, Obiols se encargó de dirigir la principal de las publicaciones catalanas que se mantuvo en el exilo, la “Revista de Catalunya”. La invasión alemana supuso un paréntesis, con el arresto de Obiols y su internamiento en el campo de Chandelace y su posterior destino a Burdeos, al servicio obligado de la Wermacht. Un episodio poco claro en la vida de la pareja, especialmente difícil para los dos y origen de desagradables especulaciones sobre su “colaboracionismo” con los nazis. Al contrario, lo que nadie se explica todavía es cómo fue posible que Obiols cayera en manos del invasor y que nadie, a pesar de los reiterados auxilios pedidos por Rodoreda, moviera un dedo para rescatarle. Fue, en todo caso, el único intelectual catalán que vivió esta situación en terreno francés.

Letras del naufragio europeo

Mientras esto sucedía, Mercè residía en Limoges, primero, y en Burdeos, a partir del verano de 1943. Disponemos de una intensa correspondencia de este periodo, que nos permite descubrir los sufrimientos amorosos y al mismo tiempo la inmersión total en la literatura que vive la escritora. Era como si, de nuevo, con las letras intentara salvarse del naugragio personal. El resultado de este procesos no se verá hasta mucho más tarde, pero el trabajo está ahí, tanto en cuentos como “Carnaval”, “Orleans”, “3 quilómetres”, “Divendres”, “8 de juny”, “Mort de Lisa Sperling” o “Nocturn”, como en el núcleo de lo que serán sus grandes novelas a partir de los años 60. En 1946, entre los dos han constituido una biblioteca de 1200 volúmenes, un hecho enormemente singular si se piensa que han sido adquiridos en su mayor parte en tiempos de guerra, cuando la censura y la escasez de papel ha encarecido los libros en Francia. Son, para ambos, tiempos de intensa lectura y, para ella en especial, de grandes descubrimientos: Faulkner, Steinbeck, Katherine Mansfield... Cuando, en 1946, tras un drama emocional (ha aprecido en Burdeos la esposa de Obiols y Mercè teme la infidelidad), se instalan en París, en dos pequeñas habitaciones-buhardillas de la calle Cherche-midi, la intensidad estudiosa se muta en creación poética. En 1949 se convertirá en “mestra en Gai Saber”, ganadora en tres años consecutivos de tres respectivas Flors Naturals de los Jocs Florals en el exilio. La academia, los historiadores oficiales de la literatura catalana, no han considerado nunca oportuno recuperar ni su Món d’Ulisses ni sus poemas dispersos. Incompresiblemente, han escondido incluso esta veriente de su obra creadora.

Rodoreda tiene 40 años y lleva diez fuera de Barcelona. Todo ha sido intenso y difícil hasta este momento pero la satisfacción apunta, porque ha conseguido convertirse en una escritora de mérito. Es cierto que los cuentos publicados en alguna revista del exilio y los premios poéticos no le aportan económicamente nada. Las instancias republicanas no le conceden la ayuda de refugiada que piensa merecer y vive a expensas de Obiols. Es lo que anima a volver a Barcelona. Jordi, su hijo, está en edad militar, los estudios no le entusiasman pero tiene habilidades de buen negociante. Su madre, Montserrat, ha envejecido. Sigue viviendo en aquella gran casa en ruinas del abuelo. Su marido, Joan, no quiere inverir ni un céntimo para rehabilitarla y confía que pronto, cuando la calle se transfome en eje central de la comunicación en Barcelona, se venderá el solar a buen precio y se terminarán los problemas. Mercè cree lo mismo. Incluso intenta precipitar la venta. No es cierto -como algunos cuentan- que las relaciones de Rodoreda con su família se hubieran roto en 1939. No, los conflictos se manifestaon mucho más tarde, en el momento en que se interpuso entre ellos un problema de herencias. Desanimada por su situación de dependencia de Obiols, Rodoreda buscaba en Barcelona un pasado familiar difícil de reconstruir. Sí pudo disimular las desavenencias -que las hubo- hasta la muerte de Joan Gurguí. Y fue así como hizo de buena esposa y madre en la boda de su hijo con Margarita Puig; fué así como en las visitas a Barcelona -cada vez más frecuentes- compartió con ellos momentos de alegría e incluso de verdadera felicidad asumiendo, sin excesivo entusiasmo pero con agrado, su nuevo rol de abuela.

Ausencia de sí misma

En realidad, Rodoreda no se encontraba a sí misma en ningún lugar: tanto en París como en Barcelona eran sus tierras de nadie. Con el tiempo, Obiols tuvo que trasladarse a Ginebra donde obtuvo un trabajo bien renumerado como traductor. Ella lo siguió, aunque conservaron ja buhardilla en Paris. Estamos a mediados de los años 50 y Rodoreda vive la más intensa de sus etapas creativas. No le basta con escribir La plaça del diamant, sino que enhebra Espejo roto o La muerte y la primavera. Casi no come, casi no duerme. Pasa de la euforia a la depresión, de la soledad infinita a la necesidad de una compañia cualquiera. Dibuja, pega, cose. Lee y escribe. Escribe y rasga papeles. Escribe y guarda y esconde. Vive frenéticamente unos años que intuye com definitivos. Y sí: a pesar de que en 1960 vuelven a negarle el Premio Sant Joirdi, su “Colometa” no ha pasado desapercibida para algunos miembros del célebre jurado. Joan Triadú y Joan Fuster han descubierto el valor extaordinario de la novela y se lo comunican al editor y escritor Joan Sales. La edición de La plaça del Diamant está en camino y la seguirán muy pronto las demás: Rodoreda se convierte en un mito. Y, sin embargo, fue entonces cuando empezó para ella un rosario de dramas. Primero la muerte de su madre. Luego, la de su esposo, y la disputa sin reconciliación posible con su hijo. Más tarde, el descubrimiento de que en los últimos años de la vida de Obiols había otra mujer. Con más de medio siglo a cuestas, Mercè obtenía la independencia: sus libros se vendían y se traducían a todos los idiomas. Con la muerte de su marido y la de Armand Obiols, además, conseguía una pequeña fortuna con la que pudo comprarse un piso en Barcelona -justo delante de donde nació- y construirse una casa en Romanyà de la Selva. Su vida material quedaba definitivamente resuelta, pero había perdido todo lo demás. Murió a los 75 años en el hospital de Girona. Dejaba tras de ella un nuevo esplendor de las letra catalanas y muchos misterios.

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