Documentació
Una novela inverosímil
La novela histórica no por ser más histórica es más novela. Ahí están las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar para recordarlo, historia traen más bien poca y lo que encontramos es a la buena de Madame Crayencour con su excepcional prosa. Como es lógico el texto es pulcro, no incurre en anacronismos y consigue recrear el perfume del siglo de los antoninos, lo hace verosímil, que no es lo mismo que sintetizarlo químicamente. Ésa es una de las pocas leyes de la novela que sean plausibles. Tomemos otro ejemplo en el extremo opuesto: la Crònica de Ramon Muntaner o el Guillermo el Mariscal de Georges Duby, dos obras inequívocamente históricas que son por derecho propio también grandes obras literarias por la excelente manera como fueron escritas.
Para asombro de muchos lectores, ciertas novelas históricas consumidas hoy confunden el prurito de la documentación histórica con el modo de armar una novela, problema éste exclusivamente literario y nada más. La Cartago que describe Flaubert en Salammbô, por ejemplo, es positivamente falsa, un pretexto, pero eso no le importa a nadie. Lo que sí importa, y mucho, es que una novela no se pueda leer, ahogada por la insensatez historicista. Y se ha llegado a señalar muy arriba, incluso hasta los últimos textos de Umberto Eco, erudito doblado en novelista. Redactar un resumen de los principales sucesos históricos acaecidos en un determinado periodo y dramatizarlos no es igual a una novela histórica ambientada en esa época. Las letras catalanas, como las demás, también nos muestran los síntomas de la epidemia. Bien es verdad que no todo el mundo puede escribir algo como Bomarzo de Mujica Láinez, pero también lo es que no obligan a nadie a escribir tan mal como se hace.
Santiago Riera i Truèbols, profesor de Historia de la Ciencia, experto en la figura del gran científico catalán Francesc Salvà i Campillo, nos propone una excelente idea. Recrear la Barcelona de finales del siglo XVIII y principios del XIX, un trecho histórico poco atendido y de gran trascendencia. Y no lo aborda a la sombra de la literatura catalana de la época, sino del mundo de la ciencia, normalmente tan desconocido entre los lectores literarios como lo es la Última Thule. En La ciutat del canvi aprenderemos mucho sobre los avances de la sanidad y la medicina, los primitivos telégrafos, el estudio químico del aire, el de la electricidad, la botánica. Pero poco más. Como novela es pobre, distraída en el "mensaje" que quiere transmitir, esto es, la información con la que gusta obsequiarnos. Los personajes son planos, ingenuos y poco verosímiles, previsibles y sin atractivo, meros instrumentos retóricos al servicio del "mensaje". Los diálogos intrascendentes o meras dramatizaciones de los debates científicos de la época. En la página 149 puede leerse con sorpresa: "El bes s'intensificà sense solució de continuïtat".
Eso no es todo. El gran esfuerzo de documentación histórica se limita al mundo de la ciencia. ¿Cómo puede sostenerse que en 1753 un personaje utilice la expresión "Catalunya Nord" para referirse a la Cataluña francesa? ¿Las representaciones operísticas se realizaban en 1787 como en la actualidad, con la platea a oscuras (pág. 95)? ¿En esa época se utilizaba ya el modismo "baixar a Barcelona" (pág. 107) para describir un trayecto entre Tarragona y la capital? ¿El castellanismo "les Rambles" se utilizaba entonces? William Shakespeare, autor de teatro histórico, siempre se mostró prudente ante las leyes de la verosimilitud. En Julio César hace aparecer ni más ni menos que a Cicerón. Pero ¿cómo hacer hablar al gran orador y que el público le identifique como tal, qué le puede hacer decir para que sea Cicerón? El problema literario debió de angustiarle. Probablemente por eso el Cicerón de Shakespeare entra en escena, dice apenas dos frases, da las buenas noches y se va.
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