Documentació
Historia bravía
En los últimos años, de manera gradual pero constante, van apareciendo de nuevo en castellano las principales novelas de la copiosa y apasionante bibliografía del francés Pierre Mac Orlan (1882-1970). No resulta extraño, porque tienen muchos de los requisitos que hoy piden los lectores: argumentos fuertes y a veces exóticos, personajes de cierto romanticismo irónico, aventuras con trasfondo de heroísmo paródico pero no por ello menos apasionante, humor reflexivo y hábiles transvaloraciones de los ideales que la sociedad moderna finge respetar. Como su coetáneo Baroja, con quien guarda tantas similitudes y tan relevantes distancias, es un narrador puro y que disfruta los sencillos entusiasmos de la situación y del suceso. Ambos autores parecen desmañados a veces, pero en realidad son profunda y maliciosamente reflexivos, maestros en el arte de secuestrar la atención del lector hasta que pierde el oremus... ¡o hasta que olvida haber orado alguna vez!
Fue Pierre Mac Orlan por elección propia, porque había nacido en realidad Pierre Dumarchey, lo mismo que eligió ser para las fotos y la galería un imposible mestizo de bretón y escocés con gorra de pompón multicolor y un loro (más o menos metafórico) aleteándole en el hombro. Fue un guasón que se tomó perfectamente en serio, por pura guasa. Al principio intentó convertirse en artista pintor y para ello habitó el Montmartre ideal de comienzos del pasado siglo, el del Bateau Lavoir y el Lapin Agile, donde se codeó con Picasso, Modigliani, Braque, Juan Gris, Max Jacob y cualquier otro de esa tribu que ustedes recuerden. Cuando comprendió que con los pinceles no tenía mucho que hacer, se puso a pintar con palabras: resultó infinitamente mejor. Sus novelas son visuales, gráficas, pero sobre todo cinematográficas. Nada tiene de raro que hayan sido llevadas al cine inmediatamente, casi en el momento en que aparecieron en las librerías. Y por directores franceses de tanto peso en los años treinta como Marcel Carné o Julien Duvivier, que se mostraron más atentos a la atmósfera y las sugerencias visuales de sus relatos que a las incidencias literales de los argumentos. Algunos creyentes soñamos con que un día un director imaginativo se decida a rodar El ancla de misericordia, su indudable obra maestra.
Realizó en cine La bandera, protagonizada por un Jean Gabin en todo su esplendor (también fue el actor principal de Le Quai des brumes de Carné) y por la inquietante y hoy olvidada Anabella. Tanto la película como la novela se titularon originalmente así -La bandera y no Le drapeau- porque trataban de episodios centrados en la Legión, la nuestra de los "novios de la muerte", la de un Millán Astray anterior a la Guerra Civil, cuyos tercios compara Mac Orlan en algún momento nada menos que con los legionarios de Amílcar... Material de archivo para la recuperada "memoria histórica", supongo. Pero la historia bravía que cuenta Mac Orlan no es hagiográfica, ni desde luego política (aunque se permite algún atisbo profético, en 1931, del vuelco revolucionario que se preparaba en España). Su crudeza bronca, a veces inesperadamente conmovedora, guarda más parentesco con Imán de Ramón J. Sender o, en cierto sentido, con Juegos africanos de Ernst Jünger que con Beau Geste de P. C. Wren. No todo el relato, sin embargo, transcurre bajo el desértico sol africano. Su comienzo se sitúa en otro escenario no menos mítico, la Barcelona de entreguerras, el puerto mediterráneo morboso y transgresor cuyo barrio chino encandiló a Georges Bataille junto a tantos otros amantes de lo perverso o lo arriesgado. La breve semblanza impresionista que de ella ofrece Mac Orlan es particularmente sabrosa, al menos para el lector español.
Mac Orlan aprendió detalles de primera mano de la Legión a través de su hermano, que estuvo enrolado en sus filas. Pero el diseño de Pierre Gilieth, antihéroe de pasado sanguinario en fuga permanente de la ley de los otros y de su propia conciencia, es creación inolvidable suya. Así como también son de su inequívoca cosecha el amigo de Gilieth, el enigmático Fernando Lucas que heredará su protagonismo maldito, o las mujeres y los hombres que pululan -ávidos, desdichados, perdidos- por los prostíbulos y los cuarteles de la colonia marroquí. La súbita desaparición del protagonista cuando aún faltan bastantes páginas para llegar al final es un recurso que Baroja no hubiera desdeñado para sobresaltar al ingenuo demasiado apegado a leer las novelas como biografías imaginarias al modo decimonónico. Nada de eso hay en este cuento lúgubre y tónico, lleno de estruendo y furia pero que quizá nada significa salvo lo insignificante del llamado destino humano, como otro que ya nos contaron siglos atrás.
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