Documentació
Meditaciones en el desierto
Hace un año Valentí Puig (Palma, 1949) reunía en Porta incògnita (Puerta incógnita) sus dos dietarios de 1970 a 1984. En una de sus divisas juveniles concebía la escritura como «una de las mejores astucias de la felicidad» y la literatura como la constatación del principio conservador que da la razón a Maquiavelo cuando dice que la realidad es como es. En el ensayo L'os de Cuvier (El hueso de Cuvier) sustituye la astucia de la felicidad por la de la ironía. El título alude al paleontólogo que con un solo hueso dijo que era posible reconstruir cualquier esqueleto. Puig se plantea si ese principio es aplicable a la cultura catalana cuya osamenta ve muy descalcificada. Lo más fácil sería atribuir la osteoporosis a los años de pujolismo, pero las cargas del ensayista son de profundidad. Los males de la cultura catalana no sólo son achacables a la hegemonía convergente sino a una falta de vitalidad, un ensimismamiento antropológico que suscita la necrofilia cultural en una sociedad «abstencionista». A la burguesía catalana le faltan atributos y le sobra indiferencia. Y no sólo eso. La autocomplacencia que hizo del elitismo algo sospechoso ha borrado del mapa los «maîtres á penser». ¿Ubi sunt? Y Puig apela al pasado para explicar el presente y, tal vez, el futuro. En esa ambición de elitismo que aporta octanaje intelectual sitúa a Eugeni d'Ors en 1923 cuando advertía que Cataluña corría el peligro de «perder los atributos de creación de una cultura para quedar reducida a los límites iniciales: producción de una literatura». Agujero negro ¿Cómo navegar sin faros culturales? Y lo que es peor: ¿Cómo propagar la meritocracia en una escuela tiznada por el antiautoritarismo del 68? La realidad lleva a la frase lapidaria: «Ante la casuística del morfema, la urgencia es el uso correcto del punto y coma». Lo políticamente correcto ahoga la enseñanza de la Historia. Puig se sigue preguntando dónde se enseña de verdad que la Historia es, por definición, trágica. Pero «maîtres á penser» haylos, o más bien, los hubo. Hasta que los defenestraron. Puig piensa en Balmes, conservador de «serenidad reformista». Y en Agustí Calvet Gaziel, el periodista que propagó la cultura catalana desde las páginas en castellano de La Vanguardia; el que denunció ese hábito autóctono de devorar a los intelectuales no alineados. Cita historiadores como Ramon d'Abadal «gran señor» y Vicens Vives «gran seductor». Desde entonces, lamenta, «el déficit de ambas virtudes parece una maldición de la Historia». La lista se amplía con más nombres incómodos al dirigismo cultural nacionalista: el editor Vergès, artistas como Clarà, Pruna, Dalí… Y llegamos a la cuestión medular: ¿Qué fragmento óseo permite una representación general de la literatura catalana? Puig se asoma al agujero negro que abarca del siglo XV (Ausiàs March) al XIX (Aribau). Sin montaignes, ni diderots, ni bossuets no es extraño que en 1953 Gabriel Ferrater publicara en Ínsula un artículo sobre la cultura catalana con un título-túmulo: «Madame se meurt…» El ensayista asume el epitafio y subraya dos modelos practicables: Carner en la poesía y Pla en la prosa. No se olvida de Verdaguer y Maragall. Ambos dedican odas a Barcelona, pero Barcelona no inspira grandes novelas en catalán: Narcís Oller y Josep M. de Sagarra son excepciones que confirman la regla: la alergia a la ciudad; habremos de recurrir a catalanes que escriben en castellano como Ignacio Agustí o Juan Marsé. En catalán y en castellano Sin élites, ni burguesías vertebradoras, la cultura catalana depende de un voluntarismo institucional que no da resultados perdurables más allá del oportunismo político. El diagnóstico se agrava si el catalanismo cultural practica el ombliguismo. Para el ensayista, «la cultura catalana tiene más camino por delante vinculada al todo hispánico que buscando por centésima vez un atajo por su cuenta». Divisa una amplia avenida asfaltada por la Constitución del 78. Un camino por el que transitaron en tiempos difíciles Ridruejo y Pla. De Ridruejo anota la «tentativa de planificar lo diferente». Algo parecido formuló Maragall a sus lectores hace cien años. Y concluye que el esqueleto de Cataluña se vertebra en catalán y en castellano. Y que eso no es una prótesis sino la «posibilidad de dos cánones y de dos categorías del gusto». Como Cuvier, Puig intenta calcificar desde la memoria crítica una Cataluña esquelética. Si Maragall inoculó Nietzsche al buen burgués, D´Ors quiso ser un Goethe mediterráneo y Pla metabolizó al escéptico Montaigne, nuestro ensayista recoge el eco elegíaco del Gaziel que hace medio siglo desgranaba meditaciones en el desierto. Entre el victimismo periférico y las águilas imperiales, asume la tradición; sus irónicas cavilaciones desconfían de la nostalgia. Ve lo que ve: una cultura ahogada por los lugares comunes del nacionalismo y las playstation de un actualismo formalmente moderno y esencialmente amnésico.
Tornar