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Documentació

Orwell y el porqué de su fama continua

Article publicat a “la Vanguardia” el 18/06/2003 per Miquel Berga

La semana próxima Eric Blair habría cumplido 100 años. El hecho pasaría desapercibido si no fuera porque lo que en realidad commemoramos es la transformación del ciudadano Blair en el escritor George Orwell, seudónimo literario de fama mundial con el que conocemos al autor de Rebelión en la granja. La presencia y persistencia de Orwell y su consolidación como figura canónica en la literatura inglesa del siglo XX son el resultado de una historia personal y un proyecto literario singulares que han entrado, contra muchos pronósticos, a ocupar una plaza sólida en el imaginario colectivo (especialmente en el mundo anglófono, dónde llevan publicadas no menos de seis biografías completas del autor además de incontables estudios parciales). En una de las más vigorosas reivindicaciones de la figura del escritor, Christopher Hitchens (La victoria de Orwell, 2003) sostiene que Orwell “acertó” en relación a los tres grandes “ismos” que cruzaron el siglo: acertó en su antiimperialismo, su antifascismo y su antiestalinismo. Es posible que Hitchens acierte también en lo esencial de su diagnóstico y quizás esto tenga relación directa con el aura de Orwell como escritor de victorias póstumas. Lo que hace casi único a Orwell, sin embargo, es el hecho de que vivió en su propia piel esas tres infamias ideológicas y, aún más importante, que supo articular un discurso pasando sus experiencias por el filtro de la imaginación literaria. Orwell, hijo de un funcionario imperial y de una maestra, nace en un remoto destacamento de India del Raj en 1903. Cuando cumple cuatro años se le traslada a la metrópolis para asegurarle una educación acorde con las aspiraciones de su clase social. Es una clase social que el mismo Orwell, con cierta sorna, definió años más tarde como “baja clase media alta”. Es decir, alta en apariencias y baja en recursos económicos. El niño es sometido a los ciclos formativos propios de dicha clase social en la Inglaterra eduardiana. Su periplo escolar concluye brillantemente gracias a la obtención de una beca para preparar su entrada en la Universidad en Eton, el colegio rancio y elitista por excelencia (que aun hoy funciona con escrupolosa fidelidad a sus principios fundacionales del siglo XV). El paso por Eton en los años cruciales de la adolescencia es una marca indeleble que Orwell va a arrastrar en sus intentos de confraternización con los más desfavorecidos, sean vagabundos urbanos, mineros o milicianos revolucionarios. Sin embargo, la inversión educativa que supone Eton y que generalmente revertía en una plaza segura en las ofertas universitarias de Oxbridge no es la que utiliza Orwell. Sorprendentemente quizás por tradición familiar, quizás por impulso aventurero Orwell encuentra salida profesional al servicio de la policía imperial británica en Birmania. Es una experiencia iniciática que le pone en contacto con la cara más odiosa y represiva del imperio. Al cabo de cinco años, renuncia a seguir por aquel camino y se propone un doble proyecto personal: convertirse en escritor profesional y, en una especie de ejercicio de expiación por su pasado ligado a las clases más poderosas, en explorador de las condiciones de vida de los más desfavorecidos. Tiene 23 años. Su inmersión en los barrios bohemios de París y sus excursiones disfrazado literalmente de vagabundo por las casas de caridad del East End londinense en plan Jack London tendrán como resultado la publicación de su primer libro, Sin blanca por París y Londres (1933), y la adopción del pseudónimo George Orwell. Constituye el inicio de una intensa carrera literaria, llena de imprevistos y dificultades, que va a durar tan sólo 16 años y que culmina con la publicación de Mil novecientos ochenta y cuatro, ya fatalmente enfermo y a pocos meses de su muerte prematura a los 46 años en enero de 1950. El éxito relativo de esta primera publicación y el interés que la sociedad británica de entreguerras siente por la literatura de reportaje auspician el encargo que el editor izquierdista Victor Gollancz le hace a Orwell: un retrato de las condiciones de vida de los mineros en el norte industrial de Inglaterra. Nada mejor para las preocupaciones del joven escritor. El libro se convierte en El camino a Wigan Pier, una selección del Left Book Club que hace furor no tanto por la parte de reportaje social como por las reflexiones críticas que Orwell introduce sobre las actitudes personales de un tipo de intelectuales que el llama socialistas “à l'anglaise”. El editor del libro se siente obligado a escribir un prólogo especial para expresar sus discrepancias con el autor y matizar las opiniones de Orwell en un intento de tranquilizar a sus suscriptores. Pero para estas fechas Orwell ya ha llegado a Barcelona dispuesto a “matar fascistas” en defensa de la República española. Como tantos ingleses crecidos en la depresión (en todos los sentidos) que sigue a la Primera Guerra Mundial y que observan alarmados el imparable avance del fascismo, cruzar la frontera española se ha convertido en la prueba que superar para la conciencia moral de una generación. Orwell llega a Barcelona el día de San Esteban de 1936. Se encuentra con una ciudad aún marcada por el fervor revolucionario que se había desatado a partir del 19 de julio. Entre atónito y fascinado, Orwell intenta discernir las posiciones políticas de una multitud de siglas que luchan al lado de la República. La ciudad, dice el escritor, parece sufrir una plaga de iniciales. El antifascista que viene, ante todo, a colaborar en la lucha contra Franco se alista casi por azar en las milicias del POUM, el partido marxista que lideran Joaquim Maurín y Andreu Nin. Sin él saberlo, Agustí Centelles documentó el momento en una célebre foto que descubrimos en sus archivos cuando, en 1980, el profesor Crick preparaba la primera biografia de Orwell. Es también el complemento visual a la primera frase de Homenaje a Cataluña: “En el cuartel Lenin de Barcelona, un día antes de alistarme en las milicias populares...”. Después de varios meses con las milicias del POUM intentando en vano tomar Huesca en un frente poco activo, Orwell regresa a Barcelona de permiso a finales de abril de 1937. Viene con la firme decisión de pedir un cambio de destino para poder seguir la guerra encuadrado en las Brigadas Internacionales y convencido de que, después de todo, la posición comunista de reorganizar el ejército popular de una manera militarmente más convencional y de concentrar los esfuerzos para “ganar la guerra primero y hacer la revolución después” es la más sensata. Sin embargo, sus días de permiso en la ciudad coinciden con los enfrentamientos callejeros conocidos como los Hechos de Mayo. Una nueva Semana Trágica de Barcelona que se salda con cientos de muertos y un millar de heridos. El intento del gobierno de la Generalitat de tomar por la fuerza la Telefónica, hasta entonces en manos de los anarquistas, acaba provocando una explosión violenta que da salida a la tensión ambiental de las últimas semanas. La grieta entre las tendencias libertarias y las autoritarias que divide las fuerzas de izquierda se escenifica durante aquellos días de mayo en Barcelona. Orwell los vive desde la terraza del Poliorama, en la Rambla, protegiendo los locales de la ejecutiva del POUM que se encuentran en frente. Aquellos días y sus consecuencias operan como una epifanía política para el escritor que va a convertirse en decisiva en la definición de su posición ideológica y de su proyecto literario. Cuando se impone el orden de nuevo en la ciudad, Orwell regresa al frente. A los pocos días una bala fascista le atraviesa el cuello, aunque salva la vida milagrosamente. Convaleciente, regresa a una Barcelona que para cualquiera relacionado con el POUM se ha convertido en una ciudad de terror. El partido ha sido declarado ilegal por el nuevo gobierno de Negrín y sus líderes son encarcelados. Se les acusa de provocar los Hechos de Mayo y de colaborar con las tropas franquistas. Nin ha sido secuestrado, torturado y asesinado. La disolución del pequeño partido revolucionario es el trofeo que exige Stalin para mantener su apoyo a la República. Orwell pasa cinco días escondiéndose en Barcelona hasta conseguir huir con su mujer y dos compañeros ingleses. Aquellas experiencias miserables le hacen sentirse definitavemte poumista y portavoz de su causa perdida. Así nace Homenaje a Cataluña, un libro en el que por primera vez, magistralmente, el escritor sabe poner sus mejores estrategias narrativas al servicio de una causa política. El relato es considerado hoy por muchos como su obra más memorable y eficaz. Después, y muy directamente ligados a sus vivencias españolas, llegan sus dos grandes denuncias del totalitarismo y sus mecanismos que, además, se convierten en ímpresionantes éxitos comerciales: Rebelión en la granja y Mil novecientos ochenta y cuatro. Su lugar en la historia de la literatura está asegurada. Dijo Andrés Trapiello que los escritores fascistas ganaron la guerra pero perdieron la historia de la literatura. Orwell la perdió por dos lados y su testimonio tuvo que superar múltiples dificultades para ser escuchado, pero, ciertamente, está entre los que ganaron, finalmente, la historia de la literatura. En relación a España, su reputación literaria está garantizada: Homenaje a Cataluña, como narrativa de guerra, ha adquirido con el tiempo status de clásico. En cuanto a su percepción política de lo que realmente estuvo en juego en el conflicto español y de las consecuencias que conllevó, la historiagrafía más sosegada que por fin va apareciendo tiende a valorar en su justa medida el testimonio de Orwell. Con motivo del octavo aniversario del inicio de la guerra, cuando aún no había acabado la guerra mundial, escribió en un artículo para “The Observer” (16/VII/1944) algunas frases que ilustran, a mi entender, la prematura solidez de sus intuiciones políticas y su capacidad para expresarlas en la clara, ejemplar, prosa del mayor ensayista político que dio la Inglaterra del siglo XX: “Franco entró en Madrid a comienzos de 1939 y se aprovechó de su victoria con la máxima crueldad... La historia es repugnante a causa de la sórdida conducta de las grandes potencias y de la indiferencia del mundo en general. Los alemanes y los italianos intervinieron para aplastar la democracia española, para apoderarse de un importante punto estratégico de la futura guerra y, de paso, para probar sus aviones de bombardeo con poblaciones indefensas. ”Los rusos entregaron una pequeña cantidad de armas y obtuvieron a cambio el máximo de control político. Los británicos y los franceses se limitaron a volver la cabeza mientras sus enemigos se alzaban con la victoria. La actitud británica es la más imperdonable, porque fue insensata a la par que deshonrosa... Los británicos dejaron que Franco y Hitler vencieran y que fuera Rusia y no Gran Bretaña quien se hiciera acreedora de la simpatía y gratitud de los españoles. Durante un año o más, el gobierno de la República estuvo de hecho bajo dominio ruso, básicamente porque Rusia fue el único país que le echó una mano. El crecimiento del Partido Comunista de España, que de contar con unos miles de afiliados pasó a tener un cuarto de millón, fue obra directa de los conservadores británicos. ”Ha habido una acentuada tendencia a ocultar estos hechos, incluso a reivindicar la hostil ‘neutralidad’ de Franco como un tiunfo de la diplomacia británica. La verdadera historia de la guerra civil española debería recordarse siempre como un ejemplo de la insensatez y mezquindad de la política de las potencias. Lo único que la compensa es la valentía de los combatientes de ambos bandos y la entereza de la población civil de la España republicana, que durante años pasó hambre y penalidades que nosotros no hemos conocido ni en los peores momentos de la guerra.”

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