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Documentació

El adiós de Vázquez Montalbán

Article publicat a “La Vanguardia” el 28/01/04 per J.A. Masoliver Ródenas

No deja de ser paradójico que el iconoclasta Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939-Bangkok, 2003) haya sido un icono desde sus años de estudiante de Filosofía y Letras y de Periodismo. Rebelde con causa, supo desacralizar los libros sagrados y también sus propias creencias sin ser un cínico. ¿Qué se hizo de los escritores de izquierdas de entonces? No fueron sino verdura de las eras. Él fue uno de los escasos sobrevivientes y uno de los más empecinados en hurgar en las llagas del capitalismo, del comunismo y de los fundamentalismos para convertirse en un escéptico burlón pero también indulgente, porque conocía los entresijos del poder y porque le guiaba el pragmatismo. La aparición casi simultánea de estos dos libros póstumos, “La aznaridad” y la primera parte de Milenio Carvalho. Rumbo a Kabul, invita a un replanteamiento de la figura del escritor, porque la iconología y la inevitable identificación entre Vázquez Montalbán y Carvalho le han dado un aura de “sacralidad” y de popularidad que lo han convertido en intocable. Desde los años escolares nos han enseñado a admirar a Lope de Vega como a un monstruo de la naturaleza y a Menéndez Pelayo como a un no menos monstruoso polígrafo. Algún nombre habrá que encontrar para un escritor en el que se dan ambas cosas: una producción casi inabarcable y una enorme diversidad de temas. Está por discutir, y convendría hacerlo de una vez, si esta fertilidad no ha sido su gran enemiga o si, por el contrario, es la que ha contribuido a reforzar una escritura desnuda de señuelos retóricos, asequible a un lector medio del que se respeta su inteligencia. Y habría que ver hasta qué punto una popularidad que trasciende todo juicio (es inevitable aquí identificarlo con Terenci Moix), su contribución como innovador en tiempos de inercia y las verdaderas cualidades literarias no se están confundiendo peligrosamente, enturbiando una justa y todavía esperada valoración. Una de las aportaciones decisivas de Vázquez Montalbán ha sido la reivindicación de la cultura popular (el fútbol, los boleros, el cine de Hollywood) sin negar la llamada cultura superior, su habilidad para enfrentarlas e integrarlas. Esta integración tiene dos vertientes: por un lado, su educación sentimental, la presencia cada vez más frecuente de su infancia y de su adolescencia; por el otro, la percepción crítica de esa educación en los años de lo que él llama “la posguerra civil”. Dos vertientes que definen toda una obra en la que la percepción crítica de la realidad histórica y social está siempre permeada por la presencia de lo personal: crónica crítica y vivencia de una época. Y es así como surge su originalísima poesía, que rompe con la tradición lírica y la tradición civil en la que estaba encarcelada la poesía española, su periodismo y, marcadas por estas dos experiencias, sus novelas, tanto las de la serie Carvalho, nuestro primer detective genuinamente español en el que se reflejan cincuenta años de vida española, como las más ambiciosas como El pianista, Las alegres muchachas de Atzavara o Galíndez. Dos tipos de novela que exigen una muy distinta apreciación literaria. He admirado siempre la agilidad, el humor incisivo, la integridad y la capacidad comunicativa de la obra periodística y cronística de Manuel Vázquez Montalbán en la que hay, como la hay en toda su obra, una notable dosis de investigación. He sido, como todos los de mi generación, un lector de novela policiaca, en momentos más canónicos o dogmáticos considerada como un subgénero. El problema no es que sea novela policiaca sino que sea una serie cuya continuidad acaba por esterilizar al autor y fatigar a los lectores. Es por este motivo que, a la luz de los últimos Carvalhos, en los que era posible advertir cierto agotamiento, me he enfrentado con prevención a esta definitivamente última novela de la serie. Y, a la luz de otras crónicas, me he acercado con entusiasmo a La aznaridad. Improvisación y acusaciones Me he equivocado. Milenio Carvalho es una de las mejores de la serie y La aznaridad es una decepción: no sólo el personaje da para poco sino que Vázquez Montalbán le quita mucho de lo poco que le queda. Tenemos la sensación de estar ante un libro improvisado y acabado con prisas, esta prisa que en ocasiones es el peor enemigo del escritor. Por mucho que se trate de la crónica de un mandato presidencial, algunos datos biográficos, especialmente sobre la formación de Aznar, parecerían imprescindibles. Aquí no los hay. Nos encontramos de golpe y porrazo con las elecciones generales de 1996 para ir avanzando, en un orden cronólogico interrumpido por las digresiones, al nombramiento de Mariano Rajoy como futuro candidato a la presidencia del Gobierno. La experiencia narrativa cuenta mucho para agilizar el relato de este desarrollo. El autor va acumulando, a modo de fiscal, una larga lista de acusaciones: la personalidad o falta de personalidad del personaje, su ideología, su actuación, la inercia opositora del PSOE y del resto de los partidos políticos y, en general, las sucias estrategias que enturbian la vida nacional y de las que el pueblo soberano o “los peatones de la historia” se mantiene o es mantenido al margen. Reiteradamente aparecen y reaparecen los aspectos centrales de los casi diez años de aznarato, dominados muy especialmente por el estancamiento de “la posible evolución democrática hacia una España federal de ciudadanos cómplices”. Junto al conflicto vasco y las distintas estrategias frente a Catalunya inspiradas por el centralismo y el nacionalcatolicismo, ocupa también espacio central la guerra de Iraq, coherente con el empeño de Vázquez Montalbán por captar lo que de historia tiene el presente. Hay asimismo una serie de retratos de los protagonistas de esta historia que convendría escribir con minúsculas y donde el único que sale realmente bien parado (las contradicciones de este republicano que apoya la monarquía, de este desengañado comunista lleno de nostalgia por el comunismo) es el Rey, “un auténtico profesional de la realeza”, con algún toque sobre la familia real, jugador de balonmano incluido, que roza la amenidad sin parodia de “Hola”. El peor parado y parido es José María Aznar, hipotético lector de poesía, que habla catalán en la intimidad, personaje frío, sin carisma, “trágicamente antipático”, “con sus maneras de guardia de tráfico cejijunto” o de legionario, propenso a descalificar a cuantos no piensan como él, con estreñimiento anímico, hipernacionalista y heredero del franquismo y de la falange. De este modo, con el análisis del cinismo, la torpeza y la falta de sentido del ridículo, del servilismo hacia Estados Unidos y del cerril centralismo, Vázquez Montalbán es capaz de despertar la indignación del lector y de crear una imagen verdaderamente negativa de Aznar, del PP y del conjunto de la política española. Todo amenizado con las aportaciones personales del escritor pertenecientes a su educación sentimental: el fútbol, la subcultura de la época franquista como un florido pensil, las canciones de la infancia o las clases de Formación del Espíritu Nacional. Hay asimismo, como es frecuente en él, alusiones a modo de guiño de complicidad a otras obras suyas. Pero, como he dicho, hay demasiada improvisación y, sobre todo, una tediosa acumulación de motivos recurrentes: Aznar lector de poesía, la boda de Ana Aznar con Alejandro Agag, el guiñol de Canal Plus, las referencias a Quintanilla de Onésimo, a Bush y sus mariachis, la conquista de la isla Perejil y una lista que se haría tan tediosa como algunas de las páginas de La aznaridad. Milenio Carvalho es, por el contrario, una novela entretenida, sumamente variada, llena de ternura, de sabiduría, de melancólica constatación del paso destructor del tiempo y de dramáticos presagios. Se nos narran todos los percances que ocurren a lo largo del viaje que han emprendido los “xarnegos” José Carvalho y Josep Plegamans Betriu, más conocido como Biscuter, para dar la vuelta al mundo. De Barcelona nos trasladamos a Génova y aquí empieza un frenético sucederse de lugares, magníficamente descritos y ambientados (Pompeya, Brindisi, Alejandría, Samarkanda, Afganistán, India y, ¡ay!, Bangkok), de aventuras unas dramáticas y otras disparatadas, algunas como salidas de las páginas de “Tintín”, y de amenas y agudas conversaciones. El perfil humano de los protagonistas se ha enriquecido y, junto a datos ya familiares al lector (este sentido de complicidad que ha ido creando Vázquez Montalbán desde el primer libro de la serie), hay otros nuevos y singulares. Cada vez más cercanos a Don Quijote y Sancho Panza (muy cercana la novela a muchos recursos del “Quijote”), con un Carvalho más fatigado y un Biscuter más enriquecido y estimulado. La huida del detective Los misterios se van resolviendo a medida que avanzamos, pero no la misteriosa relación de Biscuter con madame Lissieux o de Carvalho con Malena. Novela de espías, novela policiaca y novela de viajes animada por la peculiar visión que de los géneros tiene Vázquez Montalbán, al que identificamos más que nunca con Carvalho. Este último se declara no detective sino un álter ego de Bouvard y un escritor, “es decir, no un intelectual que elabora teorías sobre la literatura. Lo mío es la praxis, no la teoría”. Y, al igual que ocurre con Manuel Vázquez Montalban, “mis novelas maduras son propuestas de exilios absolutos”. Y novela madura lo es más que ninguna de las anteriores, verdadero exilio por lo que tiene de huída y por lo que hay de regreso a lo definitivamente perdido. Esta conciencia del cansancio y de la temporalidad afecta a toda la novela y define todas sus cualidades. Muchas de ellas presentes en otros libros suyos pero ahora acentuadas, como las frecuentes referencias al pasado. Otras dramáticamente nuevas, donde el final de un milenio coincide con el agotamiento del propio personaje que reiteradamente se refugia en la memoria o se enfrenta a un futuro imprevisible, como el de la llegada a Bangkok, territorio familiar al lector y que ahora es una constatación sobre la vida y la muerte y una premonición, la que Carvalho había visto ya en los tres niveles del Ganges: “La premonición, la plenitud religiosa de las llanuras, el encharcamiento de las tierras antes de morir. Como si se tratara de una metáfora angustiada”. Ya antes Biscuter le había advertido: “Yo hago el viaje para crecer, jefe, y usted para despedirse”. Por eso ya en Bangkok, tan cercano a la vida y a la muerte del propio Vázquez Montalbán, nos dice su álter ego: “Es que nunca volveré aquí. Tú no sé, pero yo sé que nunca volveré”.

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