15è. aniversari (1999 - 2014)
 
 

Documentació

El vigor utópico del poeta Verdaguer

Article publicat a “La Vanguardia” el 28/08/2002 per Antoni Marí

La obra literaria de Jacint Verdaguer se realiza en el último cuarto del siglo XIX, por tanto es coetánea de la renovación poética y artística más radical que se dio en la cultura occidental desde el siglo XVII y participa de muchos de los presupuestos programáticos que, de un modo casi sistemático, sustentaron las audaces reflexiones teóricas e ideológicas de esta transformación, fundamento de la literatura contemporánea. Esta transformación, que podríamos reconocer en el nombre genérico de simbolismo, es, a su vez, la actualización de las tendencias comunes del idealismo alemán, de la poesía romántica y del pensamiento político utópico, y Verdaguer participó de todos ellos, con todas sus consecuencias.

Lo que estos tres movimientos proponían era la necesidad de volver a nombrar, a describir y a reescribir el mundo con un nuevo léxico, independientemente de si este léxico era adecuado o inadecuado con el mundo y con el yo: se tenía conciencia de que las viejas metáforas estaban desvaneciéndose en la pura literalidad y que era necesaria su absoluta renovación, puesto que la metáfora, como afirma Rorty, está compuesta por nuevas formas de vida que constantemente eliminan a las formas antiguas. Eran las nuevas formas de vida, las metáforas que suscitaban y las realidades que creaban éstas, las que debían imponerse a las formas de vida anacrónicas y a sus gastadas metáforas. Los simbolistas recogían las propuestas de sus antecedentes idealistas y utópicos y afirmaban que el principal instrumento de cambio cultural era el talento de enunciar y de escribir de forma diferente; es decir, haciendo un uso inhabitual de expresiones habituales, lo cual no suponía que este uso debiera tener un significado, pero sí ejercer un efecto.

Si para los positivistas el lenguaje representa una realidad oculta que se halla fuera de nosotros, para los idealistas, románticos y utópicos el lenguaje expresa una realidad oculta que se encuentra dentro de nosotros y que es fruto de la imaginación, facultad que se encuentra en el núcleo más profundo del yo. Es la imaginación la que construye las metáforas, la que establece nexos entre los objetos y las realidades más opuestas; sin embargo, a las metáforas no se les asocia ningún contenido que el autor pretenda comunicar, ni que deba comprender el lector. La imposibilidad de parafrasear la metáfora supone la inadecuación de ésta a todo significado habitual. La modificación del lenguaje que supone el uso de la metáfora es la modificación de nuestra idea de la realidad y una modificación de lo que pensamos que somos y de nuestra relación con el mundo.

El lenguaje según los idealistas, los románticos y los utópicos, no es un medio de representación del mundo, ni un medio de expresión del yo: es la creación de uno mismo o la asunción de la autoconsciencia. Lo afirmó Wittgenstein al decir que los límites de nuestro mundo son los límites de nuestro lenguaje. Y así como las revoluciones científicas son redescripciones metafóricas de la naturaleza, es decir, realidades nuevas creadas por el científico, las transformaciones artísticas son creaciones de una mente que crea a su vez el lenguaje que le es propio, un lenguaje capaz de describirse a sí mismo. Parafraseando a Nietzsche, Rorty afirma: “Crear la mente de uno es crear el lenguaje de uno, antes de dejar que la extensión de la mente de uno sea ocupada por el lenguaje que otros seres han legado”.

El poeta es aquel que no solamente se describe a sí mismo, sino que reconstruye las causas que le permitieron acceder a sí mismo por la construcción de un lenguaje que es expresión de esta vida nueva que se enfrenta a la antigua, en la cual ni se identifica ni se reconoce. El esfuerzo y la necesidad de emplear palabras habituales en formas no habituales permite al poeta conocer las contingencias que han favorecido, obstaculizado y suscitado la creación de sí y la creación del lenguaje propio.

Los poetas vigorosos (en la feliz acepción de Harold Bloom) son, como todos los hombres, productos causales de fuerzas naturales. Se distinguen, sin embargo, en que son capaces de exponer la historia de su creación con nuevos términos, puesto que a pesar de servirse de un lenguaje familiar y universal, éste ha sido usado de un modo inhabitual y excéntrico. Por la disciplina artística el poeta renuncia a las descripciones heredadas y accede a la posibilidad de nuevas descripciones y, lo que es definitivo, crea nuevas metáforas y ofrece vida nueva a un mundo anacrónico y periclitado. Y a pesar de que desconcierta a sus coetáneos, este nuevo lenguaje se considerará inevitable para sus sucesores.

Verdaguer realizó desde su ineludible contingencia y de una manera paradigmática cada uno de los presupuestos enunciados. Su lengua literaria dotó a la tradición de una autoridad áulica que le permitió sobreponerse al lenguaje literal que había reducido la imaginación de sus usuarios. Las metáforas muertas, que apenas podían resucitar un retórico sentimiento de nostalgia, cedieron frente a la vitalidad de una lengua capaz de redescubrir un universo incólume. Extendió hasta el infinito las posibilidades del pensar y las de construir nuevos mundos, implícitos en la capacidad de la metáfora de hacer reales las ideas. Ofreció a sus precursores una lengua arraigada en la tierra y, paradójicamente, capaz de elevarse más allá de las nubes, sobre un horizonte infinito de posibilidades. Y el poeta, por la disciplina de la práctica de la poesía, accedió a una consciencia de sí que le permitió transcender las contingencias de su existencia y acceder a la realidad nueva y a las nuevas formas de vida que la metáfora haría propicias. Su idealismo utópico, sin embargo, le impidió considerar las contingencias de su nuevo estado que, con sus determinaciones, se impondrían a su autoconciencia, adquirida por la capacidad transformadora de la metáfora. Contingencias, sin embargo, que no impidieron la resolución del poeta, pero que le obligaron a repensar su ser en el mundo y la frágil incidencia de la poesía en una comunidad que únicamente reconoce el lenguaje literal.

Desde los estrictos límites de su lengua y de su cultura, Verdaguer es considerado como el constructor de la lengua literaria catalana moderna. Según la crítica, nadie, antes de él, fue capaz de ofrecer a esta lengua la capacidad expresiva, descriptiva, enunciativa y combinatoria que el poeta reconoció en ella. Según los mismos críticos, la lengua literaria de Verdaguer es de una sutil delicadeza, de una grandeza ciclópea. Sin embargo, y paradójicamente, para los mismos críticos la poesía de Verdaguer es anacrónica, inadecuada a la sensibilidad moderna, ingenua y sentimental, vacía de cualquier exigencia intelectual, sometida a las determinaciones existenciales del poeta: a su reducido mundo rural, a su piedad religiosa, a su ingenuo panteísmo y a una pobreza de espíritu digna de la mayor bienaventuranza.

La suerte crítica de su obra, desde los estrictos límites de la cultura de Cataluña, es, hasta hace poco, insuficiente y malévola; en pocas ocasiones se ha propuesto una revisión crítica adecuada a los nuevos tiempos, ni se favoreció su revalorización, ni se suscitó la necesidad de considerarlo en el contexto europeo en el que se realizó su obra y, a pesar de que la crítica le reconoció un mesurado aprecio, el contenido de su poesía supuso un rechazo más o menos explícito, y siempre reticente. Le responsabilizaron de un exceso de ripios populares, de manifestar una religiosidad ingenua y de favorecer una poesía que deslucía la áulica tradición poética catalana que desde Ausiàs March, Llull y Jordi de Sant Jordi había dado muestras de una alta exigencia intelectual y formal.

Razones del ninguneo

No creo que los presupuestos estéticos del noucentisme fueran los responsables de este ninguneo, que sigue manteniéndose hasta hoy. Hay algo más que una controversia estética en esa voluntad de querer reducir la poesía de Verdaguer y su persona a un accidente de la historia literaria que el tiempo se encargará de cubrir de olvido. Pocos poetas y críticos posteriores a él fueron capaces de dar una imagen cabal y respetuosa de una obra que se atrevió a nombrar y a decir lo que nadie había dicho nunca. Tal vez fuera ésa la razón de ese menosprecio: que era a él, a Jacint Verdaguer, a quien debían la posibilidad de servirse de un habla y de una lengua literaria que no existía antes y de la cual todos eran deudores. Pero los reiterativos silencios sobre Verdaguer se resarcen con los elocuentes reconocimientos de Josep Maria de Sagarra, Josep Pla y Joan Coromines.

Fue muy mala la suerte crítica de Verdaguer y creo que el primer responsable de este complot fue el eximio y olímpico poeta Carles Riba, que, desde las más diversas tribunas públicas hasta los ensayos críticos –que repetían incesantemente la parquedad del poeta–, menospreció y redujo a Verdaguer a la simple categoría de hombre de pocas luces, incapaz de pergeñar dos ideas con un mínimo de sentido común. La mala suerte crítica estaba echada, puesto que el admirable Riba había abierto el camino para que las nuevas generaciones de críticos y profesores admitieran, sin el menor espíritu crítico, los juicios demoledores del helenista. Tal vez esa animadversión fuera consecuencia de la disparidad de ambas estéticas y de la exigencia noucentista de Riba, de claridad mediterránea, contraria la de Verdaguer, de niebla septentrional.

Desde una perspectiva europea, la figura y la obra de Verdaguer toman un perfil insólito que, desde tierras catalanas, se confunde por la proximidad y la inmediatez del contexto cultural en el cual se movió el poeta. Desde las últimas décadas del XIX surgió en Europa una actitud, en algunas ocasiones violenta, que se enfrentaba con decisión a una sociedad positivista que consideraba la ciencia y la tecnología como las responsables de la pérdida de los valores humanistas. Contra el realismo científico, poetas, novelistas, músicos, pintores y dramaturgos, desde sus obras y sus teorías, iniciaron una reacción contra el materialismo que impedía la asunción de unos valores, trascendentales, que no tenían lugar en el nuevo mundo tecnificado. Frente al pragmatismo se opuso el idealismo; frente al materialismo, una religiosidad antidogmática inspirada en un cristianismo primitivo; frente a la vulgaridad de la existencia, la búsqueda de la belleza ideal; frente a la multitud y el anonimato, el individualismo; frente a la objetividad, el subjetivismo; frente a la evidencia del mundo visible, la afirmación de lo invisible; frente al realismo, la idealidad; frente a la prosa del mundo, la poesía. Frente a la vida pública y social, la experiencia mística privada. Frente a la razón instrumental, el mito.

Después de los primeros poemas que ensalzan el mundo como réplica del cielo, el poeta glorifica la presencia de Dios como vida universal inmanente. La parquedad del poeta Verdaguer se transforma aquí en el perfil del “poverello” franciscano, reivindicado por Francis Jammes, Tolstoi y Dostoievsky en las figuras de Aliosha y el idiota del príncipe Mhiskin. La religión ortodoxa del poeta es ahora una actitud ascética de renuncia que encuentra en Francis Jammes, en Manley Hopkins, en e.e. cummings, la hermandad religiosa que reconoce en la poesía el medio eficaz para expresar la solidaridad del cosmos. Por la facultad de la videncia, adquirida por el amor, el sufrimiento y la locura, que le permitió acceder a lo desconocido, puede reconocerse el perfil “maudit” de Arthur Rimbaud. En las epifanías visionarias de Verdaguer, que nunca dejan de ocuparse del mundo sensible, reconocemos la divagación voluptuosa y la visión épica de las civilizaciones antiguas de Stephan George. Y el interés por el mundo suprasensible manifestándose a través de las formas sensibles permite establecer una noble analogía con el mundo arcano de W. B. Yeats.

Si es cierto que se ha escrito más sobre su vida que sobre su obra es, tal vez, una manera de suplir el desconocimiento de ésta y de solidarizarse con la figura de un posible mártir. Ese interés por su existencia y por su tragedia, quizá, pueda iluminar algunos aspectos de su poesía, pero no permite acceder a las nuevas formas de vida que, implícitas en sus metáforas, únicamente pueden hacerse reales desde la lectura de su obra.

Como gran poeta que es, su poesía muestra las transformaciones y las condiciones de su existencia, la idiosincrasia de su naturaleza, sus perplejidades, sus deseos, sus voluntades y sus temores. Su compromiso con los hombres y con la unidad del mundo. La obra de Verdaguer es la historia del espíritu en la busca del espacio ideal, la utopía, que parece que únicamente pueda realizarse en la poesía, el lugar de la metáfora, el horizonte de la vida nueva.

Tornar