Documentació
André Malraux. Una vida
Lo curioso de esta extensísima y muy legible biografía de André Malraux no radica en que Olivier Todd haya quebrado el hilo de la historia que ya conocíamos –una primera y naturalmente incompleta biografía, le dedicó a Malraux, ya en 1945, Gaëtan Picon– sino en los muchos nuevos detalles que aporta, y sobre todo en cómo va cambiando o matizando la leyenda Malraux, quizá algo olvidada hoy, la pose, la inteligencia y la obra de quien fue considerado uno de los intelectuales punteros del siglo XX hasta su muerte en 1976.
Intelectual comprometido, aventurero, arqueólogo, hombre de acción, aviador, soldado, especialista en la interpretación del arte, novelista, luchador en la Resistencia, mujeriego (pese a su importante primera mujer, Clara) ministro del general de De Gaulle... Olivier Todd –que parte de la idea de que para su generación, apenas adolescente durante la II Guerra Mundial, André Malraux fue un mito, la encarnación de héroe– no a través de tantísimas páginas (si prolijas, amenas) sino preguntarse por Malraux. ¿Quién fue de verdad ese hombre?
La conclusión –documentada– baja bastante al escritor aventurero del pedestal, sin exlcuir que su genuina edad de oro abarcó desde sus viajes a Indochina a fines de la década del 20, hasta el final de la II Guerra. Admirador de escritores teatrales como Barrès y D’Annunzio (aunque su ideología fuera, de entrada, muy otra) Malraux –para Todd– resulta una suerte de maravilloso farsante que se tomaba en serio a sí mismo, como si aspirase mejor –indudable personaje– a construir su vida que su obra. Escribió dos novelas sobre China (y sus luchas sociales y revolucionarias, Los conquistadores, 1928, y La condición humana, 1933) sin haber estado más que de pasada en China... Fue un comunista acérrimo que coqueteó con casi todo hasta terminar en la derecha junto a De Gaulle. Luchó en la guerra de España, y escribió otra novela, La esperanza –1937– y rodó una película, Sierra de Teruel; pero quizá como Hemingway su actitud –su pose– resultó más efectiva que su militancia republicana. Camus (y Gide) adoraban las novelas comprometidas de Malraux. Cocteau –más artista– las consideraba periodismo y añadía que eran detestables. Cocteau, otro experto en poses.
Aunque era un seductor nato y sabía cómo utilizar su voz y su actitud, a caballo entre el poeta maldito y el pirata distinguido, Malraux propendió a creerse mucho más importante de lo que fue, aunque en muchos momentos tuvo –por un lado u otro– poder e influencias. Pero no tanto. Logró que Bergamín dijera de él (en 1937) que “había comprendido a España mejor que ningún escritor de su tiempo”. Admirador de Trotski y también –en su momento– de Stalin, tan incompatibles, Malraux soñó infructuosamente con reconciliarlos. Presumía nuestro novelista y hombre de acción (sospechoso para casi todas las policías) de poder llegar a Moscú –a donde fue múltiples veces– y entrevistarse con Stalin de inmediato. No era verdad.
Igualmente, cuando la izquierda le consideraba un traidor y trabajaba como embajador volante para De Gaulle (el general tuvo siempre debilidad por Malraux, admiración mutua; pero los gaullistas, en general, no soportaban al escritor) Malraux, que ya no era joven ni apuesto, pero que seguía utilizando su magnetismo, afirmaba –o creía– poder influir fácilmente sobre sus altos interlocutores, a los que llegaba con una carta de presentación del propio presidente francés. Se entrevistó con Richard Nixon, con Chu-en-Lai, y con Henry Kissinger, en relación a la guerra de Vietnam. Se jactaba de ser experto en China y en el sureste asiático. Parece que Nixon lo recibió porque John Fitzgerald Kennedy lo había recibido antes.
Todos le trataban muy atentamente, pero su influencia fue ninguna. Presumía de conocer a Mao Zedong. Su modelo pudo haber sido (y tampoco le hicieron caso) Lawrence de Arabia.
En suma –si creemos a Todd– el Malraux que distrajo a De Gaulle y aburrió a Mao cuando se entrevistó con él, fue un magnífico artista de sí mismo. Un autofabricador y un aventurero, que metía también arte e ideas en la aventura. Algo mal parado en conjunto (aunque sin quererle restar importancia) para Todd la vida de Malraux es su mejor obra, pese a la nombradía inicial de sus novelas o de sus casi finales Antimemorias (1967). Dice: “Se instalaba en su mirto arrastrando tras de sí leyendas, rumores, cotilleos, obras y hazañas”. Malraux posaba de intelectual. Todd –sin negar el talento–lo encaminaba más a un ring de emociones. Actor (algo megalómano) de su propio drama.
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