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Documentació

Eduardo Moga o la conciencia de la exclusión

Article publicat a “Cuadernos Hispanoamericanos” núm. 648, juny 2004 per Tomàs Sánchez Santiago

El verbo estar no nos llamemos a engaño es verbo muy comprometido. Fácil de usar como las armas blancas , es espinoso y lleno de materias blandas que se nos escurren en cuanto pueden. Empleado a la ligera y sin conciencia parecería un verbo inocente, inocuo, vacío. Un arma blanca, sí. La escritura poética de Eduardo Moga (Barcelona, 1962) gira en torno a la trágica insolvencia del significado que puede caber dentro del verbo “estar”. Desde sus inicios, la poderosa rebelión personal del escritor se envuelve en una franca consternación ante el abismo de ciertas palabras presumiblemente ajustadas por el uso, como “estar”, “aquí”, “cuerpo”, “yo” y sus derivaciones. Ya en La luz oída Premio Adonáis 1995 el poeta sorprendía con una incontestable compacidad (“la oruga que se convierte en gato / que se convierte en mesa / que se convierte en hombre /.../”) en la que latían de manera seminal cuestiones como la identidad, el tiempo, la muerte o la extraña combustión de la intimidad. Los libros que siguieron El barro en la mirada (DVD, 1998), El corazón, la nada (Bartleby, 1999), Unánime fuego (Tema, ed. bilingüe, Lisboa, 1999) o La montaña hendida (Bassarai, 2002) han subrayado una trayectoria apasionante que no ha renunciado a aquellas iniciales fijezas ni a un discurso donde la imagen mantiene el predominio pero en el que la persistencia del pensamiento redime a la poesía de Moga de cualquier tentativa de automatismo invertebrado. Ahora sale a la luz Las horas y los labios (DVD, 2003) y el lector comprueba de nuevo cómo su escritura crece ratificada en cimientos anteriores hasta lograr un alcance que, a estas alturas, hace de Eduardo Moga una de las voces más dramáticamente lúcidas del panorama actual. Y es que en Las horas y los labios hay ya una sedimentación que parece depurar la torrencial respiración poética, fiel a un mismo tema capital y que ahora entra en un complejo diagrama espacio-temporal, un conflicto ontológico ¿o tal vez ontográfico? que se aferra a la tajante bifurcación representada ya en el propio título del libro. Horas y labios remiten a una fértil ambigüedad. El tiempo, la palabra, el cuerpo y el amor abren ámbitos que vuelven a crear interrelaciones encontradizas, a medida que el tempo del poema la lectura de esa escritura transcurre. Ya en El corazón, la nada, Eduardo Moga escribía: “Cuando soy otro, ¿quién queda tras la lengua?”. Tras la terrible certeza de una rimbaldiana disgregación, en Las horas y los labios se asiste a un conflictivo desencuentro entre Tiempo, Identidad y Escritura: “Sólo en el lugar sin tiempo palpita el nombre”, afirma. O bien: “¿Soy el que borra los versos o los versos que he borrado?”. Esta posibilidad plantea ya el eje vertebral de todo el libro y, por extensión, de la concepción poética de Moga. El Lugar como ámbito exclusivo del nombre; el Tiempo como realidad que niega a aquél; el Nombre “hollín del pensamiento” como íntima deposición de la existencia verdadera. Pero nada más tortuoso que tratar de poner puertas al caos consciente (“Hasta la desesperación requiere un cierto orden”, dice Blanca Varela). En este sentido, la estructura de Las horas y los labios es la del relato de una jornada, regularizado en XXX movimientos emanados desde una conciencia angustiada y lúcida a partes iguales. El viejo tópico horaciano se reacomoda cargándose de adherencias existenciales que lo ennegrecen. Un día es todos los días. La costumbre (“la sustancia con que se oculta el cuerpo y en que se manifiesta el cuerpo”) insiste sobre la experiencia hasta hacerla desaparecer. La materia es sólo triste dispersión centrífuga y fracasada (“¿Por qué todo es su misma muerte, el canto insuficiente de sí mismo?) que hace pensar, más que en Platón, en una singular visión materialista, una percepción hiperconsciente que hace naufragar al “yo” a través de una mirada que diseca el magma aparencial de las realidades, como le ocurría al Roquentin de Sartre, que debía elegir entre vivir y contar. Visto así, el libro es el relato de un exilio y de un naufragio. Sólo cuando se emprende el retorno a casa (“útero sepia”) se colapsan los relojes y vuelve una reconciliación con los labios y con el amor. Nombrar y amar son, pues, operaciones que sólo podrían llevarse a cabo fuera del tiempo (“La carne, es verdad, no ha muerto, pero su caminar es lento. Nosotros lo obstruimos con nuestro conocimiento”) y en el libro eso se alcanza al escapar del enajenamiento de la jornada. El lector no puede dejar de recordar uno de los libros capitales de la poesía española del siglo XX, La casa encendida, de Luis Rosales. Pero lo que allí lastraba el discurso del lado de una conformidad confesa, acorde con las circunstancias, en Moga significa la posibilidad de un desarreglo de los sentidos (La luz oída, sí) que reinstaura momentáneamente la identidad del sujeto poético: “He vuelto a la casa y he visto su silencio y he oído su permanencia”. Sólo que en ese ámbito de reclusión todo persiste: el juego de intersecciones de lenguajes que se entrecruzan como bandazos en distintas frecuencias, la ósmosis entre el “yo” pa(de)ciente y lo exterior, que actúa sobre él (“He abierto la puerta. O la puerta me ha abierto a mí”) y, por encima de todo, la persistencia de una identidad consciente de su exclusión, que obliga al libro a no acabar linealmente sino trazando una parábola circular que identifica y sutura el último verso con el primero. Las horas y los labios es lectura nada acomodaticia. La lucidez y el desamparo conviven estrechamente bajo la sombra nada gratuita de las citas iniciales (Pessoa, Wittgenstein, Joyce) que, a su manera, junto a otros nombres más arriba mencionados, trazan pistas que convergen en una radicalidad que sigue invistiendo a Eduardo Moga de un alto grado de presión expresiva y de veracidad, rasgos por los que ya se reconoce su escritura. Su personal fuselaje enunciativo y su imaginería rodante en torno a una severidad existencial golpea con mandobles implacables y simultáneos la conciencia indefensa del lector. O para decirlo con palabras de Olga Orozco, quien sobrevuela con tesón por la escritura de Moga: “Pero es mejor no estar. / Porque hay trampas aquí”.

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