15è. aniversari (1999 - 2014)
 
 

Documentació

Rabos de lagartija

Crítica apareguda a “Qué leer” el juny de 2000 a cura de Iván Tubau

Vayan por delante dos argumentos de autoridad. Baudelaire: "La crítica debe ser parcial, apasionada, política, es decir hecha desde un punto de vista exclusivo, pero el punto de vista que abra más horizontes." Houellebecq: "A un amigo que me adulase le perdería el respeto". Juan Marsé es un novelista mayor de este (o ese) siglo que termina o terminó. Hacer crítica en una revista mensual tiene la ventaja envenenada de que, leídos tus colegas, quedas obligado a decir algo distinto. Intentémoslo. Del mismo modo que todos escribimos siempre el mismo artículo, Félix de Azúa dixit, Marsé cuenta siempre la misma aventi, que se desarrolla en un mundo real imaginario, Marselandia, más veraz y con mayor poderío lírico que el Yoknapatawpha de Faulkner o la Región de Benet porque está amasado, tallado en la memoria dolorida del narrador, blindada en sarcasmo autodefensivo hasta donde ello es posible. Marselandia, después de dar novelas espléndidas como La oscura historia de la prima Montse, La muchacha de las bragas de oro o El amante bilingüe (nunca logré conectar con Si te dicen que caí), desembocó en la obra maestra absoluta, El embrujo de Shanghai. ¿Se puede seguir pintando como Cézanne después de Cézanne? Houellebecq, Monzó, Espada o el injustamente infravalorado Riera de Leyva renuncian, sin inventar por ello el cubismo ni practicar la prosa sonajero que según Marsé interfiere la narración. Él, por su parte, sigue pintando naturalezas muertas o paisajes, porque este Cézanne es él mismo y no un epígono, pero tengo la sensación de que por ahí ya no se puede ir más allá. A Larra o Manrique no los mató el cine, a Balzac y a Dickens sí. Duda de la credibilidad novelística Eduardo Mendoza, lo había hecho ya Nathalie Sarraute, remacha Christophe Donner. Es seguro que lo sabe el cinéfilo memorioso e infalible que es Marsé, en cuyo universo hay por lo menos tanto cine como literatura, por más que no haya tenido suerte con las ilustraciones mediocres de sus novelas que han llegado a las pantallas. Son reveladoras a este respecto las magníficas once páginas del epílogo, con mucho las mejores del libro: "David estaba en camino de convertirse en un escrupuloso celador de lo veraz, en un artista", leemos en la página 356. David quiere la foto de un tranvía circulando sin pasajeros por la calle durante la huelga de 1951, no una foto retocada o un tranvía en las cocheras. Como Eric Rohmer cuando, en le Rayon vert, quería -y la tuvo- una puesta de sol verdadera con rayo verde, no un trucaje: la verdad, o sea.

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