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Documentació

Luto en Tebas

Article publicat a “El País” el 03/04/03 per Jacinto Anton

Baja oscuro el Nilo, lloran los antiguos dioses y ondean a media asta las banderas de los viejos templos tutmósidas. "Mis sueños siempre vivieron de esas tierras", escribe Terenci Moix en Terenci del Nilo. Cuando fui a visitarlo al hospital, el pasado 13 de marzo, le llevé dos cosas. Una se la entregué, un librito sobre Alejandría. Pero la otra no me atreví: era un pequeño pote con arena del Valle de los Reyes, recogida junto a la tumba de su querido Tutankamón, y me pareció que Terenci podía interpretar que se lo ofrecía porque pensaba que él nunca volvería a pisar aquellos parajes. Ahora escribo mirando aquel minúsculo fragmento de la grande y hermosa tierra donde se enterraron los más poderosos faraones, y pienso que de alguna manera Terenci, inolvidable en la memoria como los reyes dorados en sus hipogeos y que reposará finalmente muy cerca de ellos, ha entrado a formar parte del mito que tanto adoró en vida.Es bien sabido que Terenci amaba Egipto, pero la vehemencia de ese amor y la mezcolanza que hizo entre el cine y la egiptología, Karnak y los estudios de la Metro, Cleopatra y Claudette Colbert, ha llevado a veces a pasar por alto la profundidad de su conocimiento de la historia del antiguo país del Nilo. Sabía muchísimo -más incluso que algunos egiptólogos profesionales, carentes de su visión global y experiencia- y estaba apasionada y permanentemente abierto a las novedades científicas y las noticias de hallazgos. Su biblioteca era notabilísima. Cualquier comentario sobre descubrimientos encendía su imaginación y despertaba precisos e inteligentes comentarios -también jocosos: decía que en el conducto misterioso de la Gran Pirámide lo que iban a encontrar era el esqueleto de Joan Collins, pugnando por escapar de su encierro eterno en Tierra de faraones-. Aquella última noche en el hospital, entre bromas, cava, imágenes de Hollywood y dolores, se interesó mucho por las exitosas excavaciones españolas en la necrópolis tebana de Dra Abu el Naga, cuyo emplazamiento conocía a la perfección, y hablamos extensamente -sin ningún prejuicio supersticioso por su parte- acerca de las teorías sobre la muerte de Tutankamón, un tema que le encantaba especialmente, como todo lo referente al Imperio Nuevo, su periodo egipcio preferido junto con la Alejandría de los lágidas. De las siempre largas veladas egiptómanas con Terenci -ya no podrá ser la que quería organizar en torno a Alexandria, why?, la trilogía fílmica de Chahine- recuerdo su insatisfacción permanente, tan pasional y a la vez tan científica, por esos misterios, esas sombras que seguramente nunca se despejarán de la historia del antiguo Egipto: el enigma de la tumba 55, la identidad de Smenkera, el destino de Nefertiti. "Me desespera lo poco que se sabe de Tebas", exclamaba. Y recuerdo su relato de la aventurera visita a Tell Amarna, a las ruinas de la antigua capital del solar y hereje Akenatón. Terenci evocaba los solitarios y ominosos parajes de la ciudad caída con tono elegiaco, pero al tiempo con una precisión digna de Champollion. Aquella noche en la penumbra del restaurante junto a su casa, entrando y saliendo del Nilo ámbar de la lamparilla como un djin, un geniecillo del desierto, Terenci conjuró completa la legendaria urbe de Atón, arrancándola de siglos de oscuridad y devolviéndola a la luz. Lo ha probado de sobra en sus libros: tenía ese don de revivir con grandiosidad y belleza las cosas muertas. Y la generosidad de compartirlo.

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