Documentació
Sin peluquín
Podría describir a Terenci Moix diciendo que fue un trabajador infatigable y, aun diciendo la verdad, estaría mintiendo como un bellaco. Y no es que Terenci no trabajara lo indecible. Trabajaba él, y de paso me hacía trabajar a mí y a los equipos de algunas de las principales empresas editoriales barcelonesas, hasta la extenuación, hasta la crispación. Pero Terenci no lo hacía por amor al trabajo, sino por vergüenza torera, por un pundonor extraordinario que le impedía sacar a la luz una obra que estuviera poco elaborada, que fuese indigna de ese mito llamado Terenci Moix que él mismo construyó desde que decidió que como actor no tenía futuro, pero que como escritor podía llegar lejos. De los muchos autores con los que he colaborado como editor en los últimos diez años, creo que pocos han alcanzado el grado de exigencia, esfuerzo y capacidad autocrítica que Terenci Moix demostró en cada uno de los volúmenes que le he visto escribir. Desde Suspiros de España (Plaza y Janés, 1993) hasta El arpista ciego (Planeta, 2002), le he acompañado en la mayor parte de sus últimos libros. Testigo inmediato de los momentos más arduos de la gestación de las novelas, volúmenes de memorias y libros ilustrados que ha ido produciendo a lo largo de ese decenio, he tenido el privilegio de ver a Terenci en el momento de la verdad. Sin peluquín y con bata a cuadros, rodeado de tres o cuatro tazas de café con leche a medio consumir, varios ceniceros llenos a rebosar de colillas de Ducados light, montones de papeles, servilletas, cuadernos, llenos de anotaciones, frases sueltas, fragmentos de diálogos. He estado con él cuando se desesperaba porque el libro no salía, cuando se angustiaba porque ya iba a salir pero todavía tenía fallos. Le he visto arremangándose porque había que entregar el original y, de repente, en el último momento, era víctima del miedo al escenario, y tenía que repasar de nuevo lo que ya había repasado mil veces, lo que él y su hermana Ana María y su amigo Pere Gimferrer y yo habíamos leído y corregido hasta la extenuación, e Inés González había tecleado y pasado a limpio otras tantísimas veces. Terenci era consciente de sus limitaciones como escritor, y esperaba de su editor, de su amigo, que fuera tan o más exigente que él mismo. Cuando me entregaba un nuevo capítulo y yo se lo devolvía sin las suficientes sugerencias en los márgenes, propuestas de cambios en la sintaxis, modificaciones del léxico, y, sobre todo, sin brutales supresiones de párrafos y hasta de páginas enteras, se quejaba mucho más amargamente que cuando mi copia regresaba a sus manos sometida a la acción desalmada de mi rotulador rojo, sangrante como un san Sebastián renacentista. Si mis ideas o mis críticas no le gustaban, disimulaba su enfado tratando de evitar que yo lo notara. Pero si le entregaba unas páginas sin apenas correcciones, y le decía que en mi opinión ya estaba todo bien, me miraba sin ocultar el malhumor, casi furioso, dando por supuesto que yo había relajado mi espíritu crítico, que había rebajado la exigencia, que le estaba echando indefenso a los leones como si se tratara de un mártir cristiano en “Quo vadis?” Como es bien sabido, Terenci hizo del egoísmo su bandera estética y moral, y eso le permitió exigir como pocos a los empleados de las editoriales con las que publicaba. Puedo dar fe de que ese egoísmo no le impidió jamás ser generoso con los amigos. Le voy a echar mucho de menos.
Tornar