15è. aniversari (1999 - 2014)
 
 

Documentació

El regreso de Peter Pan. Terenci Moix

Article publicat a “Qué leer” del mes de gener a cura de Jordi Martínez

Si los hombres comunes son el resultado de un tiempo y un espacio determinados, Terenci Moix lleva ya muchos años esgrimiendo su candidatura a superman pluridimensional. Si, tal y como escribió Oscar Wilde, la caridad artística bien entendida empieza por la vida de uno mismo, el Terenci Moix autor es tan solo un retrato del artista por antonomasia. Si, en definitiva, hemos de presuponer que las mejores obras literarias deben su calidad a aquella vieja máxima del “escribe sobre lo que conozcas”, sin duda Terenci Moix es una enciclopedia en términos egipcios y cinematográficos puntuada por los avatares de una existencia tan extensamente desmadrada como desmadradamente intensa. Sea como sea (podemos prescindir ya de los molestos condicionales), la figura de Terenci Moix merece también que se rompa una lanza a favor de otros varios aspectos que a menudo quedan diluidos entre tanta leyenda y cotilleo: icono primerizo de la cultura de la homosexualidad en España; renovador de las letras catalanas; autor y traductor; persona entranyable aferrada al infantilismo y adicta asimismo al disfraz, a esconderse bajo la piel de muy diversos personajes... Prescindiendo del ansia de la polémica, de la literatura compulsiva y del sexo omnipresente, quienes lo conocen manifiestan haber encontrado en él poco más pero nada menos que un corazón tirando a inmenso.

El peso de Terenci Moix

En 1993, la barcelonesa plaza del Peso de la Paja, tan cercana al hogar familiar, daba nombre a la primer parte de unas memorias que estremecen en el cruce de la fotografía de infancia con-osito-de-peluche y el guiño entre onanista y propio de broma privada que trasluce su título. De otro modo, he aquí la mas extrema dualidad de Terenci Moix, el freudiano, irremediable encuneto entre el niño gracioso y alocado y el adulto que no por hacer siempre su voluntat dejó de sufrir de un modo o otro. Es El beso de Peter Pan al que alude el segundo volumen de sus recurdod novelados, el Extraño en el paraíso (tercera y última entega hasta el momento) que fue a buscar su lugr en el mundo a una civilización extinguida hace más de 2000 años. Antes, no obstante, Moix dio cumplida cuenta de los inevitables ritos de iniciación merced a la falta de pudor de sus progenitores (el padre lo formó como lector pero también se lo llevaba consigo cundo iba de putas, la madre no tenía problema alguno en hablarle de su amante) y, más adelante, a las diferentes estancias en Londres, París Roma y Madrid. El caudal de historias esas ciudades asociado, la desvergüenza con que salen a la luz cada vez que el autor se lanza sobre el teclado del ordenador y el retrato casi esperpéntico a que conducen serán vitales para configurar el estilo del incipiente escritor. Íntimamente relacionado con su futuro paso al mundo de las letras, se inició el historial erótico de Terenci Moix allá por 1962, en un piso de la plaza Adriano de Barcelona, junto a dos neozelandeses aficionados a la lluvia dorada. Em Inglaterra, el cruce entre cultura y sexo se individualizó en la figura de un crítico musical llamado Derek, que lo llevó a especializarse en el mundo de la ópera (Montserrat Caballé es y ha sido una de sus grandes amigas y heroínas) y lo retrotajo del pesado oficio de fregaplatos. Y bueno, en sus propias palabras, París sería ya el lugar donde “prostituirme me parecía algo más fácil que fregar platos en un restaurante”. Toda una declaración de principios por parte de quien, nada más llegar a la veintena, había renegado de la visión de un Dios católico represor de los propios instintos (la segunda -quizás más dolorosa- renuncia fue la que implicó separarse de su hermana Ana María y ser testigo de los primeros pasos de madurez de la eterna aliada y hoy día también escritora).

Al pie de la letra

“Escribe casi más que yo”, dijo en algún momento de él Francisco Umbral. “Escribir me permite encontrar la unidad entre la vida y la ficción”, fue su respuesta, hallazgo nada desdeñable en alguien con tamaña propensión a la floritura y a la confusión entre uno y otro estado. Terenci Moix por tentonces, regresó a casa tras alguno de aquellos primeros auxilios voluntarios para topar con la gauche divine” (“una experiencia muy grata: aquella gente te hacía sentir que estabas a nivel europeo”), y casi imediatamente se decantó por integrar el apartado literario del famoso grupo barcelonés. Así, 1967, fue el año de publicación de La torre de los vicios capitales, conjunto de relatos al que siguieron las novelas Olas sobre una roca desierta (1968), El día que murió Marilyn (1970) y Mundo macho (1971). Y si el segundo le valió el Premio Josep Pla (medio millón de pesetas con el que se sufragó una jugosa estancia en el capital italiana), fue el tercero, traducido al castellano y rescrito catorze años más tarde, asimismo Premio de la Crítica Catalana, el que más notablemente marcaría una ruptura a la narrativa de sus contemporáneos. Allí donde la tradición decía realismo histórico y donde la situación política seguía sigiriendo prudencia y contención, vino Moix a hablar de la sociedad franquista y de la relación entre mito y cultura con su propia existencia como telón de fondo (es decir, sin obviar el posible matiz erótico del asunto ni, claro está, la debida voluntad de polemizar). Influido por Joyce, el escritor redactó un compendio de monólogos interiores acerca del desencuentro entre dos generaciones: la de los padres que vivieron la guerra civil y prosperaron durante la llamda década prodigiosa, y la de los hijos en busca de la propia identidad y, por supuesto, de mayores libertades. La semilla sembrada durante la adolescencia se aprestaba a germinar; en muy poco tiempo Terenci Moix era conocido como l’enfant terrible de las letras catalanas, etiqueta nada desdeñable per, a la vez, culpable de que los méritos literarios fueran quedando un segundo término (acerca de los siete años de silencio novelístico que mantuvo entre finales de los 70 y principios d elos 80, dijo: “Llegué a la conclusión de que había caído en mi propia trampa. Vi claro lo que el lector esperaba de mí: un cierto escándalo. Y eso me desanimó mucho”). La increada conciencia de la raza (1972) y La caída del imperio sodomita y otras historias heréticas (1976) dueron sus siguientes proyectos de ficción; no obstante, Egipto iba ganando terreno en su su imaginario (la versión original de Terenci del Nilo es de 1971) y no sería hasta 1992 con El sexo de los ángeles (Premio Ramon Llull y Premio de la Crítica Lletra d’Or, también “mi contribución a los fastos del año olímpico”) que el escritor recuperaría y daría cumplida cuenta de su compleja relación con la plana mayor del establishment cultural catalán (“Jamás he tenido una beca, una auyda ni me han ofrecido unas conferencias” -es el latiguillo que esgrimió para justificar su independencia- “cunedo quiero escribo en catalán y, cuando quiero, en castellano”). La trilogía del “Esperpento sofisticado”, compuesta por Garras de astracán (1991), Mujercísimas (1995) y Chulas y famosas (1999), “verdadero retablo de la España fin de milenio”, aundaría por este camino.

Terencikatón

Ni más ni menos que veintidós excursiones al país de los faraones... Tal es la distancia que separa la primera de la segunda versión de Terenci del Nilo (1999), el libro de viajes que ligó definitivamente el nombre de Moix a la tierra que tanto lo fascina y en la que desea reposar eternamente. Mucho se ha hablado de esta, una de las dos grandes pasiones del escritor, pero desde luego mucho más ha escrito él al respecto. Lo que se atisba en Mundo macho y Nuestra Virgen de los mártires (1983) se convirtió en feliz y exitosa realidad cuando, en 1986, recibió el Premio Planeta por No digas que fue un sueño (título extraído de un verso de Cavafis tal y como El amargo don de la belleza, a su vez primer Premio Fernando Lara en 196, lo era de un verso de lord Byron). No digas que fue un sueño se convirtió en la obra más vendida en la historia del famoso galardón de los Lara (más de 1.600.000 ejemplares) gracias a las entrañas puestas en la narración de la desgraciada Cleopatra VII, mítica reina d ela dinastía ptolomeica a la que moix describió en cierta ocasión como una mezcla entre Nuria Espert, Isabel Preysler y Margaret Thatcher. Cleopatra Selene, hija de los amores entre la anterior y el romano Marco Antonio, protagonizó El sueño de Alejandría (1988), mientras que Nefertiti, el faraón Aknatón y los desvelos de este último por instaurar el monoteísmo aparecen en el eje central de la citada El amargo don de la belleza. La herida de la esfinge (1992) y la novísima El arpista ciego, ambientada en tiempos de Tutankamón, son dos más de los vértices de una obsesión poliédrica que en absoluto se limita al campo literario. Así, Los grandes hombres de la egiptología fue el documental que devolvió a Terenci Moix al mundo de la televisión (Más allá de las estrellas que en el cielo es quizás su incursión catódica más recordada) y su casa es un auténtico museo de arte egípcio y clásico (“O rei do fetiche”, lo definió Òscar López tras visitarlo en el redil). Más datos: sus gatos reciben nombres como Isis; suya es la constatación de que “los amantes se van simpre queda Egipto”; en su juventud quiso ser (¿lo adivinan?) egiptólogo y, ya que estamos, el primer contacto con su amigo Pere Gimferrer se debió a la crítica de la Cleopatra de J.L. Mankiewicz que firmó en Film ideal.... Lo que nos conduce al otro hemisferio del cerebro moixiano, una zona igualmente mitómana pero a la sazón más hija de su timepo, un lugar donde las reinas egipcias adoptan los rasgos de Elizabeth Taylor y donde los forzudos de la Antigüedad hallan la debida expresión de su fuerza en los insultantemente hinchados pectoales de Steve Reeves.

Pan, amor y cine

“Yo, de pequeñito, quería ser Margo Channing.” Puesto que el personaje interpretado por Bette Davis en Eva al desnudo le quedaban tan lejos, Moix optó por el gesto desafiante de James Dean, pero acabó pareciéndose a Sal Mineo. Tampoco es de extrañar que tan icónica fijación lo llevara a encontrar pareja en el mundillo del séptimo arte o en sus aledaños; durante los 60 mantuvo una gran amistad con el director de fotografía cubano-catalán Néstor Almendros (“es muy probables que nadie haya ejecido sobremí una influencia tan decisiva”), y catorce años de su vida (más dos de dolor tras la ruptura) iba a dedicar-los a Enric Majó, la principal figura del teatro catalán antes de la aparición de Josep Maria flotats. “Vivir con una persona que un día puede ser Hamlet, de repente se convierte en Edipo y luego en Armando duval tiene que fascinar forzosamente una imaginación calenturienta como la mía.” Y a fe que así fué: súbitamente el Terenci escritor comenzó a abandonar la prosa y a centrarse en las artes escénicas: obras de teatro propias (como Tartán dels micos contra l’estreta de l’Eixample, en 1974), traducciones (Hamlet, Salomé)... “Como mi amigo era actor me dediqué al teatro”, es otra de las explicaciones asociadas a los siete años de silencio narrativo ya mencionados. “Desde que rompí con el tío aquel del teatro me he vuleto un escritor compulsivo”, aparece no solo al otro (agónico) lado del espejo, sino que justifica por qué los últimos quinze años han conocido la versíón más prolífica de Moix. Con No digas que fue un sueño como primer paso terapéutico, el cine siguió actuando a modo de refugio. Más de 2000 son las cintas que acumula en su casa, y de la serie de ensayos cinematográficos Mis inmortales del cine se llevan ya publicadas tres entregas. Inevitable preguntarse, llegado este punto, por la existencia de un Terenci Moix actor. Como inevitable responderse, claro, Oscar Wilde obliga, que durante muchos años el Terenci personaje ha sido la mejor representación dramática de Ramon Moix (cuenta Maruja Torres, cariñosamente, la siguiente anécdota relativa a su afición por suicidarse: “Comunicaba sus propósitos a discinetas personas, ingería unas pastillas y se sentaba a esperar que lo salvases”). No obstante, un abismo media entre el enmascarado que posa imitando la salvaje gravedad de Terence Stamp, que no duda en disfrazarse de Napoleón para presentar Venus Bonaparte (1994), y la posible bufonada. Es la distancia que impone la fidelidad hacia y de los suyos, sobre todo la calidad de una obra literaria prolífica y variopinta. No en vano fue la pluma de Rafael Alberti la que vió en él a “uno de los escritores más audaces, críticos y deslengudos de nuestra península”. Sin duda, café con leche en ristre, la sombra de un cigarrilo en los labios, Ramon Moix brinda por ello.

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