Documentació
El libro más triste de Gaziel
Éste es uno de los últimos libros que publicó Gaziel, seudónimo que hizo célebre el gran periodista catalán Agustí Calvet i Pascual (Sant Felíu de Guíxols, 1867-Barcelona, 1964), pues apareció póstumo en versión original y en Francia diez años después de su muerte. La "mente política más poderosa de la derecha catalana de su tiempo" , según Josep Benet, y que Pere Gimferrer, que formó parte del jurado del Premio Serra d'Or" -junto a Castellet, Molas, Triadú y Faulí- concedido aquel año a este libro por el género memorias, calificó como "un gran libro, quizá el mejor de los suyos, que es todavía hoy un libro necesario". Gaziel, un seudónimo tomado de la sabiduría oriental, fue el apelativo con el que se conoció al daimon socrático que le impulsaba a preguntar sin descanso, y que empujó a un joven estudiante de filosofía, que así quiso ocultar la profesión de periodista que iba a adoptar definitivamente merced al éxito que le proporcionaron sus primeras crónicas escritas -en castellano- en "La Vanguardia". Conecté con su escritura en primer lugar leyendo en los años setenta tres de los cuatro volúmenes publicados antes por la editorial Apolo en castellano (eran libros de viejo) y la amistad de un joven periodista paisano suyo, José María Gil-Franquesa, que era también de Sant Felíu de Guíxols. Desde entonces siempre consideré a Gaziel un gran escritor y un periodista indomable. Años después -la vida de los periodistas da muchas vueltas-, uno de mis jefes, Lluís Bassets, me proporcionó la gran biografía de Manuel Llanas Gaziel, vida, periodismo y literatura (Publicaciones de la Abadía de Montserrat, 1998), lo que junto con otras ediciones catalanas recientes me permitió publicar, en las páginas de opinión de este diario, un artículo sobre Gaziel, nuestro contemporáneo, que me permito pensar que tuvo cierta repercusión y para el que manejé la primera edición catalana del libro, editado por vez primera completo en 1999 por La Magrana, y que hoy aparece en castellano bien traducida por Felip Tobar, en Destino. Las palabras con las que Gaziel inicia el breve prólogo a la edición de 1974 son al respecto profundamente reveladoras: "Si desde el principio digo que este libro me es profundamente antipático, por fuerza el lector tendrá que sentirse un poco sorprendido". Pues estamos ante un primer enigma: ¿Lo habría publicado el autor en vida, dado que había fallecido diez años antes? Lo cierto es que lo escribió -no cabe dudar de las referencias- y en los peores momentos de su vida (su madre había muerto poco antes y su propia mujer por entonces) y se hallaba viviendo en Madrid, casi expulsado de Barcelona, donde había recalado tras la Guerra Civil, que había pasado en el exilio francés, tras haber salido de allí por piernas, perseguido por anarquistas y fascistas a la vez (los primeros asaltaron su casa y dispersaron sus archivos y biblioteca). Había sido el gran periodista catalán de la época, desde su gran éxito en "La Vanguardia" en los años de la Primera Guerra Mundial, y que había llegado a codirigir en 1920 y a director en solitario en 1930 durante la Guerra Civil. Tras ella, reconvertido el periódico en La Vanguardia Española, fue expulsado y sometido a diversos procesos por responsabilidades políticas y apoyo a la rebelión de los que salió indemne pues no le faltaron buenas agarraderas. Pues Gaziel, excelente y escuchado escritor, fue siempre un liberal de derechas, humanista, antifascista, anticomunista ferviente y catalanista hasta la médula, aunque hasta entonces -el medio obliga- casi siempre había escrito en castellano. Algunos de sus editores amigos, Gustavo Gili y Carlos Barral, junto con otros catalanes capitalistas de derechas, crearon entonces para él en Madrid una empresa editora, Plus Ultra, que dirigió con empeño y competencia, hasta que cansado y triste volvió a su natal Sant Felíu de Guíxols, donde reinició su carrera como escritor -en catalán definitivamente-, publicando unos veinte libros más hasta su cercana muerte, traduciendo algunos anteriores, modificando otros e ilustrando sus memorias -y la nuestra- con títulos memorables, como la Trilogía Ibérica, Una ciudad del ochocientos (sobre su ciudad natal), El expreso de Francia, Qué tipo de gente somos, sus primeras memorias (Todos los caminos llevan a Roma), que sin embargo nos dejan siempre una sensación de nostalgia, de memoria agradable y de evocación agridulce de su vida, pues al fin y al cabo si la vida le había derrotado al final, bien tenía derecho a un retiro honroso y bien homologado, pues había ya triunfado mucho antes y nadie podía negar sus triunfos anteriores, a los que tenía un derecho legítimo. De ahí la sorpresa de este título que ahora aparece con poco retraso, pues la edición catalana completa data sólo de hace seis años. El desagrado de Gaziel viene de que relata la derrota final, la rendición ante Franco de los restos de la democracia europea y americana, que le llevaron a rendirse al final, cerrar las maletas, volverse a su tierra natal, de la que nunca hubiera debido salir. Sus denuncias de la traición de la intelectualidad liberal española -Ortega, Marañón, Azorín y Gómez de la Serna, entre otros-, su aceptación lúcida de otros antiguos compañeros también reconvertidos al neofranquismo (como Augusto Assía, José María Massip, aunque no Carlos Sentís) son tan curiosas como la reivindicación de Cambó o de Julio Camba, con quien compartió cenas en Lhardy y editó sus Obras completas, pese a no gustarle el cocido, pues es un plato madrileño. En resumen, conservaba muchas y buenas relaciones, pero hablaba con claridad, moderación y sentido común, y siempre conservó un temple democrático excepcional, y una fidelidad democrática y republicana a toda prueba. Lo que más le dolía era la traición a Cataluña, que veía corrompida por la dictadura franquista, vendida a la dictadura por un plato de lentejas. Mezclando interpretaciones históricas, por lo general aceptables, con la política internacional, toma buena nota del ascenso de Franco ante sus modelos democráticos occidentales, su anglofilia siempre fue relativa, su odio a Churchill continuo, y su querida francofilia ya no tenía donde agarrarse, aunque pensaba de vez en cuando irse a París y empezar de nuevo. Su gran cultura literaria le permitía preferir Montaigne a Pascal, o examinar algunos mitos españoles, despreciar al Tenorio o no considerar al Quijote como una novela, para salvarlo como un libro mítico. Este libro triste es algo así como la obra maestra de su autor, pues es la historia de su última derrota, de la que ya no le quedaba sino la resignación final, el refugio en la memoria y en la historia, en la que ni siquiera su filosofía, su fe en la democracia y su gran cultura supieron ponerle remedio. Quizá España no era Europa, su republicanismo fue íntegro, era más federalista que nacionalista, un enamorado del Mediterráneo, de Homero y de Shakespeare, individualista, un catalán a fondo, burgués sin burgueses, siempre laico, cuyo testimonio resulta estremecedor y válido. Para siempre.
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